viernes, 7 de enero de 2011

El centenario de Arguedas

 Escritor, antropólogo, etnólogo, conocedor del Perú y sus brechas, del Perú y sus agonías. José María Arguedas es uno de las mayores representantes de la literatura peruana y la expresión más evidente de que este es una nación de todas las sangres que aún no se anima a aceptarlo.                                                                         





Soñaba con un país de todas las sangres pero vivió la agonía de quien tiene demasiados dolores que cargar. José María Arguedas quiso ser el puente entre dos mundos y terminó estando en ninguno. Libró una batalla incansable contra los malos recuerdos de su infancia pero no pudo superar  las profundas marcas que esos años le dejaron. Tenía 58 años cuando se pegó un tiro en la sien pero casi desde siempre le rondaba la idea de la muerte.

Jaló del gatillo en la tarde del 28 de noviembre de 1969, en un baño del campus de la Universidad Agraria, donde era profesor principal de la facultad de sociología.  Eligió aquel día porque “no quería perturbar la marcha de la universidad”. Tenía todo tan meticulosamente decidido que antes de emprender el viaje final dejó una carta dirigida a sus estudiantes en un intento de dar sentido a su decisión. “Profesores y estudiantes tenemos un vínculo común que no puede ser invalidado por negación unilateral de ninguno de nosotros. (...) Yo invoco ese vínculo o lo tomo en cuenta para hacer aquí algo considerado como atroz: el suicidio. (...) Creo haber cumplido mis obligaciones con cierto sentido de responsabilidad, ya como empleado, como funcionario, docente y como escritor. Me retiro ahora porque siento, he comprobado que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida. (...) Y muchos, ojalá todos los colegas y alumnos, justifiquen y comprendan que para algunos el retiro a la casa, es peor que la muerte.”

Fue el fin de una historia de depresión que empezó cuando Arguedas era solo un niño.  La temprana  muerte de su madre, cuando él tenía poco menos de tres años,  lo condenó a convivir con  una madrastra cruel y un padre siempre ausente. Desde entonces, la idea de escapar de esta vida aciaga lo persiguió sin tregua. Pero fue sólo durante sus últimos 10 años que se animó a dejar salir sus demonios y confesó públicamente los traumas que lo atormentaban. 

Parte de estas vivencias las contó, por primera vez, durante un Encuentro de Narradores Peruanos en Arequipa, en 1965. Allí habló de los maltratos y humillaciones que tuvo que soportar. "Voy a hacerles una confesión un poco curiosa: yo soy hechura de mi madrastra. (...) Como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí (...)”, contó el escritor.   Los abusos también venían de parte de su hermanastro Pablo Pacheco, trece años mayor que él que, entre otras atrocidades, lo obligaba a presenciar sus agresiones sexuales contra las indias. A partir de entonces, y para siempre, el sexo sería para Arguedas un asunto más ligado a la culpa que al placer.

Pero no sería esta la única huella que le dejaría el hermanastro abusivo. A él le debe su primer anhelo de muerte como liberación de las aflicciones. El autor recuerda que un día, mientras comía en la cocina de la servidumbre, Pablo entró violentamente, le quitó la sopa que estaba tomando y se la tiró en la cara diciéndole: "no vales ni lo que comes". "Yo salí de la casa, atravesé un pequeño riachuelo, al otro lado había un excelente campo de maíz, me tiré boca abajo en el maizal y pedí a Dios que me mandara la muerte", contó Arguedas.

Sin embargo, lo que llegó en esos años no fue la muerte sino una cercanía cada vez mayor con el mundo andino que lo acogió. “Los indios y especialmente las indias me vieron como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo... y me lo dieron a manos llenas. Pero algo de triste y de poderoso al mismo tiempo debe tener el consuelo que los que sufren dan a los que sufren más, y quedaron en mi naturaleza dos cosas muy sólidamente desde que aprendí a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen entre ellos mismos y que le tienen a la naturaleza (…)”, dice el escritor en uno de los audios que se conservan de él y que fue incluido en el documental Hermano compañero, compañero de sangre.

En el mundo andino Arguedas encontró todo lo que la casa familiar le negaba, pero nunca logró superar su complejo estado emocional.  Carmen María Pinilla, socióloga y estudiosa del autor de Los ríos profundos por más de 20 años cuenta que fueron los indios  los que lo curaron cuando perdió un dedo de la mano derecha en un trapiche. El joven Arguedas tenía 14 años. Este incidente se sumó a los anteriores recuerdos dolorosos que terminaron por marcarlo irremediablemente. “Yo fui tocado por un gran dolor en un periodo en que lo que uno come y ve se convierte en parte de la materia carnal; mi comida estuvo espolvoreada de dolor, de orfandad y de ternura.”, le diría en una carta que escribió a su amigo John Murra, un antropólogo norteamericano, en 1967. Esta carta, junto con otras, fue compilada en el libro Las Cartas de Arguedas, editado en 1998.

Ni su matrimonio con Celia Bustamante en 1939, que terminaría tras 26 años, ni su nueva unión con la chilena Sybila Arredondo, con quien se casó en 1965, calmaron su malestar. “Extraño de manera torturante la protección dominante de mi antigua casa. La carencia de “peligro” de relaciones sexuales que allí disfrutaba; por otra parte la ruptura con Celia la he extendido a muchos amigos que gané durante el periodo de mi matrimonio con ella; esa actitud parece ser insensata, pero es inevitable, y la ausencia de estos amigos me crea un estado de soledad y desconcierto”, confesaría en otra de las cartas que le escribió a Murra en 1967. En la misma misiva completaría: “Soy del tiempo del romanticismo y lo mágico. Sybila es, en cambio, acerada y sensible a la vez. Si logro despegar, reintegrarme, puedo escribir algo de veras interesante. Por ahora la falta de sueño, la forma punzante, demasiado honda con que las preocupaciones me alarman y me quitan el sueño, y hasta la capacidad de reflexión, me tienen atado”.
 
Para el crítico literario Ricardo Gonzáles Vigil es importante distinguir al hombre depresivo del escritor. “El mensaje de su obra es esperanzador, no hay frustración. Su obra, aún ahora, rompe los esquemas del lenguaje y ofrece un vitalismo único. Tiene mucha belleza poética. Arguedas tenía una sensibilidad muy lírica y una inteligencia muy lúcida, pero como ser humano sentía la duda de si iba a poder servir para ayudar a ese cambio social que él veía posible. Se sentía sin fuerzas  y temió no poder ser ese  escritor que  guía a  su sociedad  y hasta está un poco adelantado a ella”, dice.  Algo que parece confirmarse en las palabras del propio Arguedas en una de las cartas que escribió en 1968: “A veces siento como que las cosas cambian con tal velocidad que la adaptación es cada vez más difícil y hasta dolorosa.”

Consciente de que la angustia se manifestaba cada vez con más frecuencia, buscó ayuda médica y estuvo por muchos años en terapia. Hasta cuatro psiquiatras diferentes lo atendieron, e incluso lo medicaron,  pero fue con la chilena Lola Hoffman – a quien Arguedas  llegó a llamar Mamá Lola- que entabló su más cercana relación. A ella le confesaba que iba  quedándose sin fuerzas. “Estoy luchando con tremendo esfuerzo y me siento perplejo por dentro. No sé a dónde iré a parar. Lo que me sostiene es mi fervor por el Perú y por el ser humano entre quienes hay ejemplos maravillosos de fortaleza, generosidad y sabiduría como el suyo”, le diría en una carta en marzo de 1967. 

Tras su intento de suicidio en 1966, fue ella quien le recomendó escribir para superar la que sería su última crisis depresiva. Así empezó con El Zorro de arriba y el zorro de abajo, una novela en la que intercala una historia de ficción con los cuatro diarios que detallan el doloroso proceso de luchar contra esa fiera  que lo acechaba sin tregua.

Pero el pensamiento de muerte estaba tan cercano que ya en el primer diario Arguedas escribía sobre el método que debería seguir para eliminarse. “Hoy tengo miedo, no a la muerte misma, sino a la manera de encontrarla. El revólver es seguro y rápido, pero no es fácil conseguirlo. Me resulta inaceptable el doloroso veneno que usan los pobres en Lima para suicidarse; no me acuerdo del nombre de ese insecticida en este momento. Soy cobarde para el dolor físico y seguramente para sentir la muerte. Las píldoras –que me dijeron que mataban con toda seguridad- producen una muerte macanuda cuando matan. Y si no, causan lo que yo tengo, en gentes como yo, una pegazón de la muerte en un cuerpo aún fornido. Y ésta es una sensación indescriptible: se pelean en uno, sensualmente, poéticamente, el anhelo de vivir y el de morir. Porque quien está como yo, mejor es que muera.”

Así a lo largo de la novela va detallando su angustia frente a lo que considera la irremediable pérdida del “tono de vida”. “Estoy escribiendo nuevamente un diario, con la esperanza de salir del inesperado pozo en que he caído, de repente, sin motivo preciso, medio devorado por el despertar de mis antiguos males que esperaba estallarían en iluminación al contacto de la mujer amada. Pero ella vino entre muchos truenos, duelos y relámpagos”,  escribió en el tercer diario.

Según Carmen María Pinilla en su decisión de suicidarse intervinieron muchos factores, pero los personales fueron decisivos. “Pesó mucho su pasado y los elementos inconscientes, el hecho de que su matrimonio estaba deteriorado, sus amigos se alejaron y se sintió un poco solo en su tarea de cambiar el mundo. Además, su psicoanalista chilena Lola Hoffman también cayó en depresión a causa de la muerte de su pareja sentimental y la perdida de un ojo. Entonces Arguedas sintió que el punto de  apoyo que había sido para él  esta mujer también estaba perdido”, dice.

Aunque  sus amigos lo recuerdan como un hombre que podía alegrarse, no niegan que había algo en su estado emocional que por momentos lo desvinculaba de la vida. Era insomne y depresivo desde hacía mucho tiempo.  El músico Jaime Guardia, amigo del escritor desde 1951, compartió con Arguedas viajes, trabajo y el amor por la música andina. “No lo recuerdo como un hombre triste. A veces sí estaba pensativo y nos contaba de sus crisis de nervios pero también se reía. Bailaba y cantaba huaynos. Entre los indios se sentía feliz.  La última vez que lo vi fue dos días antes de su muerte. Fue a la Casa de la Cultura a visitarnos y nos saludó a todos como siempre.”, recuerda. Seguramente para ese momento la decisión de matarse ya estaba  tomada.

Poco antes de concretar el escape final, escribió  algunas de las cartas que dejaría a sus amigos, al rector de la universidad y una  que dirigió a su esposa Sybila: “¡Perdóname! Desde 1943 me han visto muchos médicos peruanos, y desde el 62, Lola, de Santiago. Y antes también padecí mucho con los insomnios y decaimientos. Pero ahora, en estos meses últimos, tú lo sabes, ya casi no puedo leer; no me es posible escribir sino a saltos, con temor. No puedo dictar clases porque me fatigo. No puedo subir a la Sierra porque me causa trastornos. Y sabes que luchar y contribuir es para mí la vida. No hacer nada es peor que la muerte, y tú has de comprender y, finalmente, aprobar lo que hago.”

Y entonces terminó con la angustia definitivamente. Perdió la batalla contra sí mismo aquel viernes de noviembre tal como lo previó en sus escritos. “He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido”. Y venció cuando ella quiso, incluso en el instante final. José María Arguedas murió cuatro días después de su voluntario disparo, el 2 de diciembre de 1969.

Arguedas peleó en vida contra dos  males igual de implacables: los de su alma y los que afectaban al Perú. Nadie ha representado como él  las contradicciones de la sociedad peruana. Su personalidad singularísima, enriquecida(o atormentada) por el sufrimiento, lo hicieron más sensible para  entender al Perú real que los demás ignoraban.  Su obra es la síntesis de esa biografía cargada de dolor,  su talento y la época que le tocó vivir. Su figura y su mensaje permanecen aunque ahora exista el intento de ponerlo en segundo plano, postergado como los indios que lo acogieron en su exilio interior.