viernes, 25 de noviembre de 2011

Las heridas del machismo

En las semana de la no violencia contra la mujer, algunos testimonios escalofriantes de víctimas de agresión. Cuando el enemigo duerme al lado,las consecuencias son algo más que cicatrices en el cuerpo.

Angélica se despertó sintiendo la quemazón en su rostro. Era el agua hirviendo cayendo y chamuscándolo todo. Era su conviviente cumpliendo con su amenaza. “De este cumpleaños no te vas a olvidar” le había dicho la noche anterior, durante la celebración familiar en la misma casa de Villa María del Triunfo donde el horror se desató. Entonces, muy temprano por la mañana, mientras ella dormía al lado de uno de sus hijos, tomó un hervidor eléctrico lleno de agua y se lo roció. Fue el golpe final, la venganza consumada de un marido acostumbrado a  imponer su brutalidad.
Angélica lo conoció a los 14 años y se fue a vivir con él cuando ni siquiera había cumplido la mayoría de edad. Tenía 17 años y estaba embarazada. Y el martirio empezó pronto: empujones, gritos, golpes. “Me tiraba puñetes,  tengo varias marcas en mi cabeza. Pero nunca le decía nada a nadie”, dice desde su cama del Hospital Arzobispo Loayza. Ahí estuvo desde que todo sucedió el pasado 03 de octubre y han tenido que pasar 50 días para que pueda recuperarse y ser dada de alta.
Ahora, con  32 años y cuatro hijos, está condenada a recordar a  Aquiles Quispe cada vez  que se mire al espejo: tiene el 25% de su cuerpo con quemaduras de primer y segundo grado: el rostro, el cuello, el pecho y  los brazos marcados para siempre. Ha tenido que soportar el dolor de las heridas, el raspado de tejidos de sus piernas para poder hacer los injertos y, hasta el momento,  siete operaciones para tratar de recuperar algo parecido a la normalidad. “Al comienzo no podía ni respirar porque el agua cayó adentro de la nariz y estaba todo como sancochado por dentro”, cuenta. “Ahora estoy mejorando, el doctor me ha dicho que todo va ir bien. Felizmente no le cayó casi nada de agua a mi hijita. Ella sí que no hubiera podido soportar”, dice y no puede evitar conmoverse.
Ella recuerda como si fuera  una película el momento en que abrió los ojos. “¿Qué me has hecho?, le dije. El me miró y se fue corriendo. Lo primero que hice fue quitarme la ropa y echarme agua fría en la cara”. Antes del ataque no hubo una discusión, fue más bien la página más negra de un historial de celos, amenazas, discusiones. “Las peleas eran cosa de todos los días. Pensaba que yo le era infiel, era el cuento de nunca acabar. Pero ese día, como era mi cumpleaños, quería pasarla tranquila. Yo no quería que me abrace ni quería tener nada con él. Era un irresponsable, no aportaba dinero a la casa, yo he tenido que trabajar hasta con barriga, yo era la que vestía a mis hijos. Ya quería separarme. Me amenazaba con que se iba a matar. Ya había pedido garantías para que no me haga nada. Tenía mis cosas listas para irme”, dice.
¿Y por qué esperaste tanto tiempo?, le pregunto.
“Es que mi papá no estaba de acuerdo en que me separara. Decían que si ya había elegido a  un hombre no podía dejarlo. Y mi pareja me decía que nadie me iba a mirar nunca más. Que si lo dejaba nadie me iba a querer. Solo cuando les conté lo que vivía y vieron las cicatrices en mi cabeza, aceptaron que me separe. Pero tuvo que pasar esto”, me dice y se mira las cicatrices aún frescas del ataque. Le quedan por delante más operaciones y una intensa terapia psicológica para poder sanar.  “Nunca me imaginé que él llegaría a  hacerme algo así. Ahora está preso en el penal, me han dicho.  Yo solo quiero mejorar rápido y  estar con mis hijos”. Tiene que volver a empezar y no es la única.

Eliam Ceras tiene 20 años y es de la selva. Pero fue en Lima que vino a encontrarse con la verdadera jungla y un depredador implacable: su pareja, Ronald Chumbe, le cortó el rostro con un pico de botella. Vivía con él desde hacía dos años y tiene un hijo de esa misma edad. De ese tiempo este es el balance según la propia muchacha: “Era todo puro maltrato, insultos. Me pegaba, pero nunca antes  lo hizo en la cara. Siempre era porque no quería que salga a visitar a mi familia, porque no le gustaba como me vestía. Tenía que andar con buzo y no quería que me arregle. Era muy celoso”. Ni siquiera durante el embarazo de su propio hijo se detuvo. “Cuando estaba con ocho meses de gestación, me empujó y me quiso atacar con un balón de gas. El huyó y mi mamá me tuvo que llevar a la emergencia” cuenta. Cuando el amor es una enfermedad, no hay remedio eficaz. “Yo lo cubría y decía que no me había hecho nada. Tenía moretones. A veces, cuando me besaba, me dejaba el labio sangrando. Cuando me preguntaban me ponía nerviosa, pero no decía nada. Tenía vergüenza y miedo. Cuando me pegaba solo me agachaba y lloraba”, dice. Intentó separarse pero las amenazas la hicieron regresar. “El me dijo: si no estás conmigo, te voy a dejar un recuerdo para que no te olvides de mí nunca. Yo no sabía a qué se refería. Regresé con él, pero todo seguía igual”.
El apoyo familiar que en estos casos puede marcar la diferencia es un bien esquivo para los que tienen que pensar en sobrevivir. “Tengo hermanos viviendo aquí pero todos tienen que trabajar, están ocupados, no podían ayudarme. A veces le contaba a mi hermana. Recién este año que él se fue a Trujillo a trabajar pude estar un poco tranquila pero luego dejó de mandarme plata para el bebe y lo denuncié por abandono de hogar”, recuerda. Cuando volvió también regresaron  las viejas rutinas. Entonces  Eliam dejó la casa que compartían y se fue a casa de su hermana.  Hasta ese día de setiembre. “Se apareció un domingo a las 10 de la noche un poco mareado. Lo amenacé con llamar a la policía pero igual se metió a la fuerza. Yo me alteré y  agarré el teléfono y salí a la calle para llamar al 105, él me jaloneó para meterme a la casa, me apretó el cuello. Agarró una botella y la rompió y dijo “de acá no sale nadie”. Yo me asusté porque no sabía qué iba a hacer. Vino hacia mí y yo traté de agacharme pero luego sentí la sangre y mi cara colgando. Salí corriendo”, dice. Fueron 49 puntos de sutura los que necesitó Eliam para zurcir su rostro. Y en la comisaría no le querían aceptar la denuncia porque no tenía su DNI en la mano. “Me acordaba el número y no podía hablar mucho porque seguía sangrando. Pero no quisieron”, recuerda con rabia.
Ahora dice no querer saber de ningún hombre nunca más y solo aspira a recuperar el rostro de niña precoz que alguna vez tuvo. “La ministra me prometió que me iba a ayudar para mis operaciones. Yo quiero ser la misma de antes y trabajar. Siento rabia por ese hombre. Cuando vino su hermana a pedirme disculpas y a rogarme para que no lo perjudique a él yo le dije que con una disculpa no me van a devolver mi cara de antes, mi vida de antes”, termina diciendo la joven.
Elizabeth Alanya cubre con maquillaje las huellas del traicionero ataque. Ya es capaz de sonreír de nuevo pero no olvida ni un solo detalle de lo que pasó la madrugada del 28 de julio del 2010 en el cuarto que habita de una quinta en el Rímac: su pareja, Julio Jaime Sal y Rosas, la despertó con un baño de agua hirviendo. Ahora lleva en sus brazos y el mentón  las marcas de la insania. “Estuve internada 35 días. Y ha pasado ya más de un año y yo sigo con mi tratamiento”, dice.
Tenían tan solo ocho meses de relación y para ella el final era un asunto de tiempo. El debió verlo venir y preparó su macabra venganza. “Llegó de la calle y me dijo que no había comido. Quería tallarines y puso agua a hervir. Pero nunca compró los fideos. Yo me quedé dormida y desperté cuando sentí que me quemaba el cuerpo”, recuerda Elizabeth.  Tras la embestida brutal, la huida. “Se fue corriendo y me dejó allí sola. Un conocido tuvo que llevarme a emergencia.”, dice.
Sal y Rosas fue el vecino que se convirtió en amigo y luego en pareja de esta mujer divorciada y madre de dos hijos. Elizabeth lo aceptó a pesar de que sabía que era un hombre extraño al que su familia jamás le tuvo confianza. Las diferencias ya la habían hecho pensar  en terminar con la convivencia. “Yo ya lo había dejado fuera de la casa varias veces pero él no se quería ir. Nunca le di llave de mi casa ni lo presentaba como mi marido. Eso le molestaba, creo. Hasta mi hermana le dijo que era mejor que nos diéramos un tiempo pero él dijo que no, que no quería dejarme”, recuerda y se reprocha haber sido confiada. La verdad es que la única violencia que Elizabeth recuerda de parte de aquel hombre  se dio casi cuatro meses antes: fue un “jalón frente a la gente” al que ella respondió con una denuncia policial. Se separaron después de eso pero un accidente doméstico y las atenciones del arrepentido la hicieron volver.  Nunca se imaginó un final semejante. “No creí que fuera capaz de algo así. El me llamó luego desde su encierro y me dijo que lo lamentaba mucho. Me dijo que no se imaginó el daño que causaría y que si de algo me servía que él estuviera pagando, pues lo aceptaba. Yo ya solo siento pena por él, pero igual quiero que cumpla con su castigo”. Ahora ella prefiere olvidar aunque su rostro la enfrente, diaria e inevitablemente, a su mala elección.
Todas estas historias encierran una lección: el machismo tiene vocación por el crimen; los celos infectados son una señal que hay que oír; los pobres diablos de alma desfigurada necesitan marcar (inutilizar socialmente) los rostros que no fueron capaces de retener.