viernes, 2 de marzo de 2012

Veguita, el librero caminante

Hombre libérrimo y bohemio al que ni tiempo ni la enfermedad lograron robarle la  chispa y el amor por los libros. Veguita, fiel a sus convicciones, siempre se negó a desoir los mandatos de su yo más indomable. Por eso su historia merece ser contada, por eso es alguien que difícilmente se podrá olvidar.                                                                             

Jorge Vega, Veguita, ha resistido con dignidad pero sin suerte a los embates del tiempo. Aunque el cáncer que le ha robado un ojo hace unos meses no ha acabado con su chispa, ya no es el mismo que conocieron por décadas periodistas nuevos y viejos. Ahora la memoria le falla por momentos y su lengua divertidamente viperina se ha vuelto pesada.
Foto: Edwin Julca
Nos recibe en la casa familiar en La Victoria. Esa que nunca dejó pero a la que, en sus años de juventud, nunca llegaba a dormir. Allí se ha refugiado para la última resistencia. Declara haber vivido intensa y despreocupadamente porque está convencido de que “preocuparse es engendrar infortunios sin razón”. Entonces toma con serenidad y sin drama que ahora el mal de Parkinson lo obligue a usar andador. “Recién estoy aprendiendo a domar a este caballo” dice mientras  toma  el armatoste de metal y empieza a caminar lentamente. Por culpa de su cuerpo rebelándose, como lo hizo él tantas veces en el pasado, ahora ya no puede seguir siendo el célebre librero caminante de Lima.
Tampoco puede leer como antes porque es el ojo más hábil el que le han extirpado. El enorme parche negro que cubre el vacío rodea sus cabellos canosos y desordenados. “Tengo que tomarme la medida del ojo que me queda. Antes podía leer hasta la letra de 6 puntos. Tenía una vista extraordinaria”, dice sin que suene a queja.
Para él todo es lo que debió ser y no hay espacio para el reclamo y menos para el arrepentimiento. “Son momentos que nos toca pasar y es todo. Yo ya pasé los 76 años. Mi vida ya es un juego contra las estadísticas” dice resignado y luego empieza a echar mano de las frases que le han dejado sus innumerables experiencias de nómada urbano y lector de casi todo: “Me estoy acordando de dos frases terribles sobre esta etapa: “la vejez es una mierda pero no hay otra alternativa”, o “la vejez es una enfermedad que se adquiere con los días, se agrava con los años y se cura con la muerte”, lanza y luego esboza una sonrisa.
Jorge Vega Escalante vivió para el disfrute del presente y nunca le tuvo miedo al futuro. Hasta que el tiempo le empezó  a recordar sus variados excesos. Un día su columna empezó a resentir los años de cargar piedras en el mar y las incansables rutinas en la Herradura. Luego vinieron los males peores. Primero, una alerta en el colon y luego el diagnóstico sobre el ojo.  “Al inicio no me atendía con oftalmólogos sino con médicos generales, hasta que me enviaron al INEN y ahí dos especialistas me dijeron al unísono: Cáncer”, recuerda. Hace poco más de cuatro meses que lo operaron y aunque las necesidades aumentan esquiva con gracia la imagen del desamparo. “Estoy quemando mis últimas naves. Si comienzo a perder capacidad para poder mantenerme y comer por falta de medios económicos, la verdad es que he comido tan bien y durante tanto tiempo que puede ser una forma de equilibrio”, bromea. Lo cierto es que aunque él prefiere hablar de libros y recuerdos, son tiempos complicados de afrontar sin un seguro de salud ni un soporte de pensión, esas previsiones mortales que él ignoró desde su Olimpo marino y cervecero.
Libérrimo y hedonista, coqueteó con el periodismo por un tiempo pero fue amante de los libros desde siempre. Conoció a los 16 años las bondades del amor rentado en Huatica y desde entonces su mundo, dice, “ha sido un mundo rosa”. Luego confiesa que entre las prostitutas ha encontrado a  mujeres muy interesantes y con una cultura que sorprendería a muchos. Y para quienes se muestran muy interesados por el tema él  tiene una respuesta perversa e ingeniosa: “un hombre como yo,  que ama la historia, solamente  puede buscar mujeres con un gran pasado.”
No cree en los sentimientos eternos  sino en ligeras o intensas pasiones y asegura que ninguna mujer lo marcó. “Yo no vivía, como los demás, para el amor. Yo he vivido entre la embriaguez del placer y el placer de la embriaguez”, dice.

Librero libre
Foto: Edwin Julca
Hijo de un empleado del Ministerio de Economía y de un ama de casa de buen gusto pero sin afición por la lectura, Veguita recuerda con nitidez que  su primer encuentro con un libro tuvo el sabor de la decepción: él esperaba al llanero solitario y una tía le dio como regalo un ejemplar de Corazón, de Edmundo de Amicis. Desde entonces empezó la relación  más cercana y la única fidelidad sentimental que se permitió: la de los libros, que muchas veces vendía después de leerlos.
Comenzó como periodista en el diario Ultima Hora en 1952 pero para un hombre como él cualquier empleo era un encierro insostenible. Poco después dejó la vida normal por la libertad del librero andante.  Vinieron años de bohemia, mujeres, riesgos y parranda sin fin. “Pasé los carnavales más felices de mi vida en el Trocadero. Y también me metía a los Barracones solo y varias veces me salvé de la muerte”.   Pero es la historia de cómo logró su viaje por Europa uno de esos pasajes que le hacen recuperar la sonrisa. “La historia es un sueño. Un día me llamó la mujer de un intelectual que había fallecido. Cuando fui a su casa me topé con una biblioteca fascinante. En ese momento pensé que nunca tendría dinero suficiente para comprarla. La señora me dijo que me lo regalaba todo y hasta me dio dinero para el camión de mudanza. Pensé que esta mujer estaba loca pero cuando conversé un poco más con ella me di cuenta de la razón de su proceder: era una pareja en la que el marido era una intelectual y ella una ignorante. Los libros no tenían importancia para ella y habían sido más bien un enemigo constante, le habían quitado el tiempo y la plata al esposo”, recuerda. Fue la venganza perfecta para la viuda y la gran oportunidad para Veguita. El dinero que obtuvo de esos libros, casi 20 mil dólares, le permitió viajar por cuatro meses. Allí disfrutó de lo bueno y lo mejor. Conoció muchas ciudades y “probó” muchas mujeres. Hasta declinó la propuesta matrimonial de una inglesa enamorada. Paseó su estilo libre por España, Francia e Italia hasta que un día decidió volver porque  “acá trabajaba dos horas al día y se divertía las 24”.
Para él sus clientes eran, más bien, cómplices intelectuales. “Qué grosero es dejar en manos de un cliente un libro, en cambio qué poético es dejarlo en manos de un amigo porque sabes que va a cuidarlo. Yo conocía bien  las bibliotecas y los gustos de mis amigos”, declara orgulloso. Entonces le digo que parte de la biblioteca del director de este semanario está compuesta por libros vendidos por él. Con su chispa a prueba de problemas me dice difamatoriamente: “Dígale que los pague”, y se ríe. “Porque yo no soy viejo, lo que pasa es que mis clientes me han llenado de arrugas”, agrega.
En sus años de juventud fue un hombre atlético que vestía mal pero comía bien y que jamás pensó en emparejarse. “Me hubiera aburrido demasiado. Acá la gente tontamente busca una pareja porque dice mañana me enfermo y quién me cuida. No se casan con una mujer sino con una enfermera. La belleza del amor termina con un acto jurídico vil por el cual todo lo que antes era poesía se convierte en interés,  gasto y negocio”, dice. El fue  feliz a su manera y asegura que no pocos amigos envidiaban su libertad. Ahora asume el paso del tiempo y el precio de la libertad: “Esa es la vida y tenemos que aceptarla como es. Auge y decadencia de todo mundo,  como decía un humorista inglés”.
Foto: Edwin Julca
Jorge Vega ha coqueteado con la muerte, ha pasado dos veces por la prisión de El Frontón (por razones políticas) y ni aún ahora siente la dureza de la soledad: “Tengo a mis hermanos a mi lado. Ellos cuidan de mí. Y si algo me sucede, estoy en la línea correcta de la matemática”. Tampoco le asusta la muerte. “Voy a viajar por el universo como parte de un polvo celestial que alguna vez fue parte de mi cuerpo. Voy a alimentar arboles. Pero para eso todavía falta mucho. Sólo tengo lo del ojo, por lo demás estoy bien. Tengo la sangre en mejor estado que muchos jóvenes y mi médico me ha dicho que ya puedo comer lo que quiero. Un día de estos voy a tomarme un Sol y Sombra, mi trago favorito.”, se esperanza.
El hombre que leyó a Cervantes a los ocho años y memorizó párrafos enteros de El Quijote, recurre a otro de sus autores favoritos cuando asegura que no siente haberse perdido nada. “Fue una forma valiente de asumir la vida y lo he hecho. Y si de algo no se arrepiente un hombre, decía Borges, es de haber sido valiente”, recita. Luego no puede evitar el humor negro  tan suyo y decide completar: “A mí lo que me encantaría es que este ojo que me queda me sirva en el momento de  la muerte para conocerla. Yo me imagino que debe ser una mujer bellísima porque todos los que se han acostado con ella han preferido no levantarse”. Veguita no cesa de sorprender.