viernes, 28 de octubre de 2011

Fátima Buntinx, una niña de película

Aunque sea el mismo rostro de mirada inquietante Fátima Buntinx no se parece mucho a Cayetana de los Heros, su personaje en la película Las Malas Intenciones. A la pequeña actriz no la atormentan la soledad ni sus conflictos familiares. Tampoco transmite la sutil malicia que caracteriza a la niña de la pantalla. En su casa de Chaclacayo quien aparece es una niña inquieta y conversadora, ingenua y curiosa.

 

 Hija de artistas y con un talento que parece fluir sin el menor esfuerzo, lo que más impresiona es su capacidad de cambiar los gestos de un momento a otro. ¿Quieres que haga el ojo de pulpo?”, me pregunta refiriéndose a una de las miradas claves de la película. “Es la que hago cuando me subo al carro y conozco a la nueva enamorada de mi papá”, me dice. Entonces se queda en silencio, desvía la mirada y de pronto ahí están esos ojos inyectados con una mezcla de rabia y maldad. Es capaz de repetir la escena varias veces, pero luego reconoce que eso la cansa.

“No es de sonreír  mucho”, me dice Zélida, la joven que cuida y acompaña a los hijos de la familia Buntinx Torres desde hace seis años.  Hace poco abandonó un casting porque querían hacerla reír a la fuerza. “Se me hace más fácil llorar”, me confirma Fátima. Pero no parece ser una niña triste. Esboza gestos animados cuando habla de sus mascotas, de sus amigas en el colegio. “Me gusta preparar galletas, postres. Lo hago cuando vienen mis amigas. También me gustan los animales. Tengo tres perros, tres loros, dos peces, una tortuga y un pollo. ¿Sabías que los animales cuando son muy bebitos se pueden morir de frío?”, pregunta.

Dice su padre Gustavo Buntinx, historiador y crítico de arte, que no estaba muy seguro de dejar que su hija actuara. Fátima tenía tan solo ocho años cuando empezó a filmar. Pero la historia y la calidad del guión lo convencieron. Y a la niña la idea la entusiasmó. “Quería saber cómo se sentía. Y sí, me gustó”, dice. Su parecido físico con el perfil del personaje de Cayetana le ayudó a conseguir su oportunidad. “Cuando fui a la prueba no sabía para qué película era. Al final, me eligieron y era la menor entre las que estaban compitiendo por el papel”, cuenta orgullosa.

Para lograr un lugar en la cinta en la que impresiona con su actuación la hicieron interpretar  algunas escenas, como en la que le canta a su tía Jimena, pero teniendo enfrente a muñecos de peluche. Las grabaciones fueron algo más complicado. “Al comienzo me sentía muy cansada, pero no me arrepentí de haber aceptado. Sí haría otra película, pero no una telenovela. No me gustan, allí todo es muy exagerado”, dice. Con la frescura de sus 10 años dice que la producción de la película premiaba cada escena cargada de emociones y llanto con una reparadora dosis de helado. “El helado es mi pasión”, dice. Esta vez sonríe sin malicia.

No hay atisbo de Cayetana en ella, ni rastro de los conflictos familiares que colocan a ésta en el umbral del abandono. Acurrucada en brazos de su madre, Susana Torres, artista plástica que participó como directora de arte en la película, Fátima luce serena y  se aleja de la imagen de su torturado personaje. Su madre se encarga de minimizarle los sinsabores. Como el de hace unos días, cuando no le dejaron entrar a una sala de cine a ver su propia actuación. “No me molesté. Me dio risa más bien. Mi mamá me llevó a pasear. Todo porque en el cine dijeron que no podía entrar porque yo era muy chica y la película era muy violenta.  Eso no es cierto. Hay unas donde hay sangre y muertos, pero en la mía no. Esta es una película buena. Es raro porque en Alemania la vieron muchos niños”, dice recordando el viaje que hizo al Festival de Berlín en febrero de este año.
Habla de la película con seriedad profesional, aunque no parece entender del todo la profundidad de su personaje. “La escena que más me gustó es la del cuy. Cuando se supone que lo dejo libre para que escape pero se regresa”, dice. De los héroes nacionales que pueblan las fantasías de Cayetana,  Fátima tampoco sabe mucho. “No me enseñaron  eso en el colegio. Recién estoy en cuarto grado. Para filmar me dieron unos resúmenes y los aprendí de memoria. Hasta ahora me acuerdo del de Túpac Amaru”, dice y empieza a recitarlo. Lo que más le costó fue hacer la escena en la que tuvo que decir que odia a su mamá. Con su padre tampoco vive los conflictos que padece Cayetana. “Mi papá en la noche me cuenta cuentos. Ahora estamos leyendo El Principito, pero aún no lo terminamos”, dice.

En la libertad de su casa en Chaclacayo corre, patina y bromea con sus empleadas. Su habitación está plagada de peluches, fotos familiares, un enorme retrato suyo y una cama adicional donde duerme una de las amas que la cuida. A diferencia de su personaje, que vive  preocupado  por no volverse invisible, Fátima centra la atención en su casa y  cuida a su hermano pequeño. “Yo era la más cuidada porque era la más chiquita, luego vino Santiago y me puse medio celosita, pero tampoco quería taparle la nariz ni nada de eso. Yo ya tenía un pequeño plan. Intentar quedarme más tiempo que el, ese era su castigo. Pero al final, cuando creció, fue divertido”, dice. Ahora lo escucha con paciencia y lo mira con dulzura.  “Ella adora a su hermanito, son muy compañeros”, dice su mamá.

Cuando le pregunto por las escenas más perturbadoras de la película, ella parece no tenerlas registradas con esa carga emocional. “Cuando hicimos la escena con el bebito, yo no le estaba tapando la  nariz de verdad, me dijeron que lo hiciera con cuidado y ya. Igual cuando hicimos la escena en la que yo lloro porque se murió Isaac, el chofer, fue la última de la película y cuando terminamos dije: ya listo, ¿vamos a comer?, cuenta. Tampoco le impresionó la escena de los perros colgados. “Cuando vi esa escena no estaba tan preocupada porque sabía que estaban vivos. Yo pregunté y me dijeron que les pusieron unos hilos invisibles y había veterinarios cerca. Ningún animal murió para hacer la película, ni el pajarito, que era uno disecado”.

Dice que lee todo lo que cae a sus manos, no le gusta hablar de sus notas en el colegio  y aún cree en Papa Noel. “Muchos dicen que no existe y que son los padres los que regalan, pero yo sí creo. El año pasado hubo un apagón y yo estaba con mi familia y arriba sonó un golpe y,  luego de unos minutos, sonó el timbre y allí afuera estaba la bicicleta que yo había pedido”, recuerda.

Con la misma calma con la que acepta flashes, preguntas y autógrafos, responde que no ha pensado en lo que va a hacer después. “Se me hace un lío. A veces creo que quiero ser cocinera, otras patinadora o actriz. También pienso que algún día dije voy a tener cuatro trabajos. Pero mi mamá me dijo si me despiden de todos no tendré cómo mantenerme. Todavía sigo pensando”, dice. Entonces, abandona la conversación, pregunta si ya es hora de ir a ver al pollo que tiene por mascota, se sube a la llanta que hace de columpio en su jardín y da vueltas en ella. Es una niña.

viernes, 7 de octubre de 2011

Vidas marcadas...la tarea de la reconstrucción

La hondura de las heridas psíquicas de una mujer violada es previsiblemente inmensa. Sin embargo, siempre es posible sanar, emerger del infierno de  la humillación y la culpa. ¿Cuál es el proceso y cómo se  logra  recomenzar?                                
                                                 
No solo  un cuerpo invadido sino  un alma irremediablemente marcada. Ese es balance al que hace frente una mujer violada. Algunas víctimas quieren morir, otras intentan engavetar el recuerdo, pero un pensamiento recurrente las asalta de día, de noche. Es difícil hablar de eso, pero más todavía poder olvidar. El camino de regreso a una vida plena es sinuoso y esquivo  pero no imposible de transitar.
¿Cómo se logra hacer reingeniería del alma? Toda posibilidad de recuperación pasa por aceptar y procesar el hecho, algo a lo que la mayoría no está dispuesta. Al inicio es difícil hasta verbalizarlo. Según los terapeutas, salir de esa crisis inicial y del aislamiento social puede tomar entre tres y seis meses. Lo único que importa al inicio es librarse del infierno del estrés post traumático: la angustia, el insomnio, las pesadillas, el miedo constante, la depresión como respuesta a esa agresión.  Las víctimas de una violación sueñan, además, con lo imposible: olvidar, borrar lo sucedido.
Si hay algo que uniformiza a las víctimas de violación en medio de sus diferencias es  la sensación de culpabilidad. “Tienen mucha vergüenza, se sienten sucias  y creen que todos se van a dar cuenta de lo que les pasó”, dice Adriana Fernández, psicóloga clínica e investigadora de la PUCP. “Lo que sucede es que esa idea es la proyección que hacen ellas de cómo se ven a sí mismas”, agrega la especialista que atendió durante  tres años a víctimas de violencia sexual  a través de una red de ayuda.
También hay algunos testimonios que salen de lo común y  dan cuenta de la complejidad de la situación. “En uno de los casos que traté, luego de varios meses de terapia,  la víctima llegó a confesarme que  pudo haber tenido una sensación en la violación, porque son terminaciones nerviosas. No sabía si llamarlo orgasmo, que ya es demasiado,  pero sí una sensación que la confundía mucho y la hacía sentirse más culpable. Es muy raro pero puede suceder”, dice la psicoterapeuta psicoanalítica Jenny Loret de Fernández, del Centro de Atención Psicosocial (CAPS).
A veces, el episodio de abuso puede ser un descubrimiento accidental  en medio de una sesión de análisis. Un recuerdo encapsulado que al salir a la conciencia termina  por explicar una larga historia de síntomas y dificultades emocionales. El siquiatra y psicoanalista Alberto Péndola ha tratado este tipo de situaciones. “En determinados acercamientos sexuales, la mujer se pone  tensa, rígida y frígida. Ella  no sabe por qué, el recuerdo está reprimido. Luego de recuperar el recuerdo las mujeres son capaces de hacer conexiones entres sus síntomas y finalmente hacen conexiones entre su vida actual y las situaciones pasadas. Muchas cosas toman sentido, como por ejemplo, el rechazo a ciertas cercanías, la frialdad de sus actitudes”.
Pero las heridas que deja una agresión tan brutal van más allá de esos síntomas.  La violación es un hecho que rompe la continuidad de la historia de vida de una persona. “Las mujeres violadas tienen una seria incapacidad de reconocer sus recursos y poder nuevamente armar un proyecto de vida con sueños, con anhelos. La identidad está muy dañada porque queda la sensación de que ser mujer no es algo bueno, que  si hubieran sido hombres no les habría pasado nada”, dice Clarisa Ocaña, psicoterapeuta de DEMUS.  Amistarse con ellas mismas y con el entorno es una tarea complicada. “Lo más importante es que la persona pueda hablar con confianza sobre lo que pasó pero no solo centrarse en ese hecho, sino poder recuperar el antes. De lo contrario,  es como que la vida quedara trunca y las cosas hubieran empezado con la vivencia traumática. Se tiene que integrar a la persona que fue antes con la que es ahora”, dice  Loret.
Y si la embestida viene de casa el asunto es más difícil de sobrellevar. “No es lo mismo que te viole una persona cercana que un desconocido. La violación por parte de una persona con la que tienes algún vínculo previo te impacta a muchos más niveles, se afectan los lazos de confianza, porque ahí la persona que debería cuidar es la que termina agrediendo y utilizando el vínculo de manera perversa. Eso, sobre todo en el caso de niños y adolescentes desestructura la identidad de la víctima”, dice Clarisa Ocaña.
Padres violando hijas y, en el peor de los casos, las familias encubriendo el delito y minimizando los llamados de auxilio de las abusadas, son agravantes de pesadilla. “La falta de apoyo familiar lo que genera  es una auto percepción mucho más desvalorizada y refuerza la sensación de culpabilidad”, dice Fernández, que en una investigación realizada entre 16 mujeres violadas, descubrió que 13 de ellas no habían recibido apoyo de su entorno más cercano.
Ningún esquema mental está preparado para soportar una arremetida de este calibre y quedar indemne.  “Quien ha sufrido una violación, entre otras dificultades, va a tener  seguramente dificultad para tener relaciones sexuales o puede irse al otro extremo y, negando lo que le pasó, vivir de manera promiscua.”, dice el psiquiatra y psicoanalista Alberto Péndola.  La recuperación a través de la terapia tiene un objetivo concreto según la psicoterapeuta Jenny Loret: “Las pacientes pueden lograr  nuevamente placer. Deben llegar a diferenciar ese evento, que es sólo una situación de dominio,  de lo que verdaderamente es la sexualidad. Es cierto que, al inicio, la cercanía de otro cuerpo  puede producir un “flashback”, que es el regreso a la escena traumática. Pero a  través de la terapia y con ayuda de la pareja logran hacer  la diferenciación entre el agresor y la persona con la que  comparte no solo la sexualidad como acto sino todo lo que involucra la intimidad”.
La reacción de una mujer violada, en lo que se refiere a las relaciones de pareja, tiene varios matices. Mientras algunas optarán por evitar los lazos afectivos, otras elegirán pareja para sentirse protegidas pero no serán capaces de disfrutar de la misma manera. “El temor a las relaciones sexuales puede durar años. Es así como se protegen del trauma. La terapia es necesaria para replantear su posición frente a los hombres”, dice Ocaña. Las relaciones interpersonales y su mundo interno quedan a veces irremediablemente lastimadas.
Y cuando  el resultado de la violación incluye también un embarazo forzado el terremoto emocional es aún mayor. Un ejemplo esclarecedor es el que recuerda Adriana Fernández con una de las mujeres abusadas que incluyó en su investigación. “Me impresiono mucho una mujer que yo visité en su casa y que había tenido un hijo producto de la violación. El bebé no tenía más de tres meses y  lloró durante toda la entrevista mientras  la madre ni  se inmutaba, no hizo nada cuando le hablé de ese llanto. Parecía que intentaba negar la presencia del hijo.  Tuvo que salir su hermanita pequeña a calmarlo”, relata.
No hay plazos fijos ni recuperaciones aseguradas. Cada mujer tiene su propia solución y sus propios plazos de curación. Lo cierto es que siempre va a quedar la marca. “Que quede cicatrizada de la mejor manera no significa que desaparezca y, si desaparece, no está bien. El “Ya no me acuerdo o ya no me interesa”, no es una reacción normal. Lo normal es procesarlo  y recordarlo desde otra perspectiva”, dice el psiquiatra Alberto Péndola.
No hay recetas universales, solo la leve promesa de que la resiliencia puede ser más que sólo un concepto.  “Hay que tratar de integrar el evento violento a la vida y elaborarlo de modo que genere una nueva mujer. Aquello que pasó queda como una experiencia dolorosa pero no como la determinante de su vida futura. Puede recomponerse y ser feliz. La vida es más que todo eso”, dice Loret.  Sería bueno poder creer que es posible.