viernes, 20 de enero de 2012

La paz rota de un pueblo chico

Policías muertos en una comisaría de un distrito de Jaén, en Cajamarca. Crónica desde Sanata Rosa la Yunga.                                                                       

No es un hervidero de balas cruzando de un lado a otro pero tampoco es un remanso de paz tropical. Hace tiempo que el miedo es un compañero silencioso y  la delincuencia organizada un verdugo sin control. Jaén nos recibe con lluvia y sin sol, seis días después de haber  salido del olvido  que sufren  las provincias del Perú. El asalto a la comisaría de Santa Rosa de la Yunga la ha hecho visible de la peor manera. Cinco muertos, incluyendo dos civiles,  y  varias armas robadas, es un golpe que no es fácil de de justificar. En la comisaría de la ciudad, el comandante Edwin Dávila intenta encontrar  razones en  la lejanía extrema del local policial y el salvajismo de una banda de forajidos fuera de control.   No tiene demasiadas respuestas pero anuncia, con más entusiasmo que evidencias, que la captura de los  delincuentes “es cuestión de tiempo”. Sin embargo,  la situación no es tan auspiciosa. Lo único claro es que lo sucedido es obra de Los Malditos de Bagua, una banda que  opera hace varios años entre Jaén y  Bagua  y que va del secuestro al asesinato con igual facilidad. Tiene en su haber varias muertes en los últimos dos años y su récord no parece haber terminado. Su cabecilla, Alexander Campos Vázquez, alias “el borrego”, es un viejo conocido en el mundo del hampa, con varias denuncias en su contra, pero con la fortuna de toparse con fiscales miopes y poco diligentes: Yuvitza Villacorta Tello, magistrada adjunta de la Segunda Fiscalía Provincial Penal Corporativa de Bagua, y hoy ya destituida,  lo liberó porque “no se completó a tiempo” la investigación que probara sus delitos. Su participación en la masacre de Santa Rosa, al lado de otras cuatro personas, es un hecho confirmado por testigos.
El sábado en la madrugada un contingente policial con el jefe de la división policial de Jaén a la cabeza, el coronel  Julio Cadenillas, ha partido hacia Santa Rosa. Una información no confirmada daba cuenta de la existencia de un herido de bala en las cercanías de Santa Rosa, un indicio de que podría ser uno de los participantes en el asalto. La versión quedó descartada algunas horas después, cuando este semanario ya estaba en el lejano distrito.
 Llegar hasta allí nos tomó algo más de dos horas, con cruce de frontera regional incluido y  el uso de tres medios de trasporte diferentes (un auto colectivo desde Jaén a Bagua, una mototaxi para llegar hasta la zona de Rentema, un huaro para atravesar el río Marañón y nuevamente un auto para llegar hasta el pueblo). Es un camino que combina parte de pista y un buen trecho de barro y muchas curvas, en el que los imponentes paisajes naturales nos hacen olvidar, por momentos, que  nos dirigimos al escenario de un crimen horrendo.
Tras los hechos la zona resultaba tan distante y peligrosa que ni los fiscales de turno quisieron ir hasta el lugar la misma noche de los asesinatos.  Partieron recién a las 4 de la madrugada del día siguiente. “Tenían temor de encontrarse con los asaltantes escapando del lugar”, nos contaría después Maritza Ramirez,  periodista del diario “Ahora Jaén”, que llegó junto  a otros periodistas locales la noche de la matanza  y no se encontró en el camino con ningún control policial que bloqueara caminos ni impidiera huidas.
En el camino a Santa Rosa, algunos pasajeros hablan de lo sucedido y se refieren al hecho como un descuido de los policías y una más de las tantas arremetidas de una banda conocida por su brutalidad. Comerciantes, supuestos informantes, autoridades, empresarios, han sido las víctimas de “Los Malditos de Bagua”.  
Al llegar es notorio que el distrito ha pasado del miedo al desconcierto. La gente se coloca en las puertas de sus casas y observa con curiosidad el despliegue de policías recién llegados. Es una dotación inusual  para  una zona prácticamente olvidada y en la que estaban asignados solo cuatro efectivos. Ahora no solo está el  personal para reemplazar a los caídos sino que  han pasado por el lugar agentes de la DINOES, helicópteros para rastrear la zona e incluso comandos especiales de la Policía que aún permanecen allí: veinte “sinchis” llegados directamente de Masamari.
Pocos vecinos quieren hablar. Aunque saben que con la cantidad de policías es poco probable que los atacantes vuelvan, tienen miedo a al futuro. “Todos vienen ahora que es noticia, pero después otra vez nos vamos a quedar solos, a nuestra suerte. Esos malditos pueden volver”, nos dice Avelino Terrones, un anciano que vive al frente de la comisaría. “Escuché los disparos y corrí a esconderme debajo de la cama. Después me asomé y vi que había varias personas afuera, esperando. Y cuando los ronderos empezaron a disparar, los delincuentes respondieron con una ráfaga de arma automática. Entonces uno de ellos gritó al que estaba adentro: “mátenlos a todos””, dice este  hombre que vive hace más de 40 años en el pueblo sin tener recuerdo de pavores parecidos.
Unos niños que a esa hora aún jugaban justamente al lado de la comisaría dicen haber visto dos motos esperando en la puerta. Ante las preguntas, nos miran con desconfianza y apenas se animan a hablar de  los disparos y el miedo. Mientras juegan con un trompo, empiezan a contar de a pocos que los policías encontraron unos chalecos en el monte detrás de la comisaría. Entonces sonríen nerviosamente y uno de ellos nos dice que su hermana vio a los muertos. La muchacha de la que habla se llama María Soriano, tiene 20 años y vive a unos 150 metros de la comisaría. Desde la puerta de su casa corrió a curiosear cuando ya la muerte estaba por todos lados y el peligro aún no había pasado. “Entré a la comisaría con unas señoras,  hasta los cuartos, y vi los charcos de sangre, a  una mujer que es de aquí, de Santa Rosa, al lado del policía que era su pareja. Al comisario no lo quise ver porque, como le dispararon en la cabeza, se le veía el cerebro”, dice la chica que tomó algunas fotos con su celular. Mientras, su madre, María Elvia Villalobos, se refugiaba en casa de una vecina al lado de sus 5 hijos. “Hemos pasado mucho miedo. La balacera no tenía cuándo terminar. Esto nunca ha pasado aquí. Solo queremos que atrapen a esa gente para poder estar en paz. Han matado gente inocente.”, dice.
Las marcas de los disparos son visibles no solo en la fachada de la comisaría sino en postes y paredes a larga distancia: fue la ráfaga de fusil-ametralladora  con dirección a los ronderos que intentaban detener el ataque. En el local de la comisaría las huellas de la matanza se han ido borrando. “Hemos tenido que baldear el lugar no sé cuántas veces”, nos dice un suboficial. Lo que queda sin remedio es la precariedad: una construcción de una sola planta con pisos de cemento, paredes sucias y apenas algunos muebles viejos llenando los espacios. Allí, desarmados y desprevenidos, estaban los policías. Dos de ellos  veían televisión y otro lavaba su ropa en la parte posterior de la casa. Al comisario, Armando Barrantes, lo acompañaban su esposa y su hijo de 14 años; en otro de los cuartos estaba  al suboficial Víctor Vásquez y  su pareja embarazada: Noyra Callirgos. El suboficial Milton Tandaypán, que según fuentes locales antes de llegar a Santa Rosa trabajó  en Inteligencia, estaba sin su arma y ocupado en quehaceres domésticos cuando  los cinco sujetos ingresaron a cara descubierta y con el objetivo claro de llevarse las armas y municiones del puesto policial. Según la única sobreviviente, Martha Guerrero, la esposa del comisario, los delincuentes preguntaron directamente por los fusiles  y parecían manejar información precisa sobre la cantidad de armas que había. Por eso se presume que los delincuentes tienen informantes uniformados. Se llevaron en total dos fusiles (un AKM y un G3), cuatro pistolas Beretta y medio millar de municiones.
 “Les interesaba tener armamento de largo alcance para poder cometer sus asaltos. Estos fueron los que se robaron cinco fusiles de la Comisaría de Puerto Ciruelo y el personal de la comisaría de Jaén los recuperó todos en una intervención policial en la que cayó abatido uno de los delincuentes. Allí participó Barrantes”, dice el comisario Dávila.  Según algunas fuentes de la prensa local, los maleantes también se habrían estado armando para intentar liberar de la prisión a uno de sus integrantes. “Se dice que la banda se estaba armando porque quería liberar al Escorpión, que esta preso en Cajamarca. Querían aprovechar todo el tema de las huelgas por las mineras pero luego, en diciembre, sucedió lo de las muertes de los dos policías en Chiclayo y eso entorpeció sus planes”, nos dice Maritza Ramirez. “El Escorpión” es John Salas Peso, delincuente sentenciado a cadena perpetua por la muerte de seis ronderos en el caserío el Cruce de Shumba, en el 2010.
Pero el robo no explica el ensañamiento con las víctimas. Según algunas fuentes locales,  lo que habría primado es la sed de venganza  por la muerte de uno de los suyos durante la recuperación de las armas robadas en Puerto Ciruelo, en noviembre pasado. “Lo de Copallín no fue un operativo planificado, fue un soplo que les llegó a última hora y les permitió llegar a la casa donde estaban las armas. La persona que murió allí, Juan Carlos Calderón, era el hermano de Nelson Calderón Sánchez,  uno de “Los Sanguinarios de Bagua”. Según reportes de inteligencia, durante el velorio, los asaltantes juraron vengar esa muerte”, dice Nina Puelles, periodista de radio Marañón. La esposa del comisario asesinado, que se salvó de muerte al esconderse debajo de la cama, reconoció a dos de los asaltantes y ha dado detalles sobre el ataque. Eso le ha valido ser amenazada de muerte.  Ahora tiene custodia policial en la puerta de su casa y ha pasado del shock inicial a la devastación sin remedio: está medicada, se le administra suero y ya no recibe visitas.
En la comisaría de Bagua, un gran cartel con las fotografías de los integrantes de la banda es todo el avance que pueden ofrecer los policías. “Estos delincuentes están detectados hace tiempo, pero no tenemos recursos ni apoyo para lograr su captura”, se defiende uno de los suboficiales. Es  precisamente allí donde actúan y han cometido la mayoría de sus delitos. Pero no por eso Jaén deja de ser un blanco posible. “Se dice que la banda estaba planeando atacar la comisaría de la ciudad que no es para nada segura. Acá las cosas no están tan tranquilas como dice la policía. Hay muchos asaltos y robos; mototaxis piratas que circulan sin ningún control mientras los patrulleros están parados. Recién después de lo que sucedió han empezado a circular por las calles.”, dice Puelles. Por eso, mientras se continúa investigando el caso, más policías han llegado a Jaén para reforzar las comisarías de la provincia. Cincuenta efectivos circulaban el domingo por la mañana esperando ser asignados a sus puestos.
Aunque los crímenes no estén directamente vinculados al negocio de las drogas, algunas de las construcciones de varios pisos que proliferan en la ciudad delatan una bonanza sin explicación aparente. La policía responde que puede tratarse de comerciantes cafeteros beneficiados por del buen precio de sus productos pero es innegable que el narcotráfico ya se ha instalado. “Acá en Jaén hay mucha plata, muchos hoteles. Si en las zonas altas han aumentado los cultivos, en la ciudad lo que prolifera es el lavado de dinero”,  dice Maritza Ramírez.  Hasta la policía reconoce que en las zonas altas han aumentado los cultivos de coca, marihuana y amapola, pero se quejan de las normas rígidas del Ministerio Público que les impiden proceder con las intervenciones policiales. Es la historia de siempre.

viernes, 6 de enero de 2012

Sobre héroes, tumbas y asesinos

La Operación militar Chavín de Huántar pasó de ser una  proeza militar a una historia incompleta con presagio de final oscuro. Los números oficiales (142 comandos, 71 rehenes liberados, dos bajas militares y 14 subversivos abatidos) omitieron la verdad incómoda de  la ejecución extrajudicial de varios terroristas rendidos.

Fueron los  cadáveres de los emerretistas, exhumados cuatro años  después, y algunos testimonios de exrehenes los que contaron la versión no oficial pero real de lo que sucedió aquella tarde del 22 de abril de 1997.  A la operación rescate le siguió una segunda, ejecutada por un escuadrón de aniquilamiento que actuó con la anuencia de los militares y  bajo el mando de la dupla Fujimori – Montesinos, que regentaba el poder.
Todo empezó a  las 3 y 23 de la tarde, con la primera explosión que sorprendió a los emerretistas en medio de un partido de fulbito en la planta baja de la residencia  del embajador japonés Morihita Aoki. Era el momento culminante de un operativo minuciosamente planificado:  los comandos habían dividido la casa en áreas y  habían memorizado los planos de la residencia para poder moverse dentro de ella en medio del polvo y el humo que seguiría a las detonaciones. Se había alquilado las casas colindantes  para utilizarlas durante la construcción del  túnel que fue clave de la operación y luego, como áreas de rescate para los rehenes. Nada había sido dejado a la improvisación.
 Mientras los cautivos permanecían en el segundo piso descansando, el primer estruendo les confirmó que el rumor  que  corría hacía ya varios días  era una realidad. Inmediatamente dos explosiones más y varios grupos de comandos ingresaron a los diferentes ambientes de la mansión. El tiroteo ya se había desatado y, según la versión oficial, fue allí que se abatió a  los terroristas que habían sobrevivido a la incursión militar. A Néstor Cerpa, dicen,  los disparos lo alcanzaron a la mitad de las escaleras, mientras intentaba subir. Recibió 42 impactos, 11 de ellos en la cabeza.  
A menos de 15 minutos  de haber iniciado las acciones,  un grupo de comandos comenzó la evacuación de los rehenes. En  uno de los pabellones del segundo piso,  conocido como "Chinatown",  se encontraba un número importante de prisioneros japoneses, incluyendo al diplomático Hidetaka Ogura, testigo clave de la supervivencia  de por lo menos tres subversivos tras el operativo. Fue mientras bajaba, agazapado por las escaleras de servicio con dirección a la boca del túnel que lo llevaría hasta una de las casas colindantes a la residencia, que afirma haber visto a dos subversivos, un hombre y una mujer, rodeados de comandos. “Al voltearme allí vi que dos miembros del MRTA estaban rodeados por los militares, una mujer y un hombre a quien no puedo reconocer porque tenía estatura baja y estaba rodeado por los militares de estatura alta. Antes de bajar la escalera portátil he escuchado que ella estaba gritando algo así como “no lo maten” o “no me maten”. Cuando bajamos al suelo, esperamos unos minutos al costado del edificio de la residencia para salir a la casa vecina. Allí he escuchado algunas detonaciones y disparos“,  dijo a la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Diferente versión sobre el destino de estos jóvenes es la que dieron los comandos. “Ellos declaran que cuando estaban sacando a unos rehenes  por el balcón se acerca  una pareja con fusiles en mano a  atacarlos, entonces les dispararon. Pero cómo explican que ambos jóvenes tengan disparos hechos por la espalda si supuestamente venían de frente. Las versiones no son convincentes”, dice la abogada Gloria Cano, de Aprodeh. Una de estos probables ejecutados fue Herma Luz Meléndez Cueva, la camarada Melissa, una joven de aproximadamente 17 años que, según información obtenida por Aprodeh fue secuestrada por los terroristas a los 14 años, enrolada a la fuerza  y obligada a ser pareja sexual  de algunos de los  mandos del MRTA. A su lado, estaba el camarada Dante. Cada uno recibió siete impactos de bala en la espalda y sendos disparos en la zona craneal occipital.
El Informe del Equipo de Antropología Forense, luego de analizar los cuerpos exhumados en 2001, concluye que, en varios casos, los disparos en el cráneo tienen una forma perfectamente redondeada, que solo puede darse si la persona está completamente inmóvil. “En el 57% de los casos se registró un tipo de lesión que típicamente perforó la región posterior del cuello… (…). La distribución y recurrencia de estas lesiones las convierte en un patrón. El hecho de que estas lesiones sigan la misma trayectoria (de atrás hacia adelante), sugiere que la posición de la víctima con respecto al tirador fue siempre la misma, y que la movilidad de la víctima, por lo tanto, fue mínima si no igual a 0”, dice el informe de julio de 2001.
La explicación a estas muertes nunca esclarecidas está en la presencia de un grupo que nada tenía que ver con el rescate. Su objetivo final  y único empezó casi como un segundo operativo: acabar con todos  los emerretistas que hubiesen sobrevivido. “En unas fotos se ve  unas personas entrando a la residencia con pasamontañas y portando armas largas (AKM) diferentes a las usadas por los comandos (subametralladoras Hecler Koch MP5). Y justamente el patrón que se repite en  varios de los cuerpos es el de orificios procedentes de armas de alta velocidad”, dice Gloria Cano.
Eran los miembros de un “grupo especial” de siete militares enviado por Montesinos y comandado por gente de su confianza, como Roberto Huamán Azcurra y Jesús Zamudio Aliaga.  Aurelio Loret de Mola, Ministro de Defensa durante la etapa de las primeras investigaciones, los bautizó como “los gallinazos” y les atribuyó la responsabilidad de todo el lado oscuro de un operativo que pretendía ser impecable. La presencia de este grupo paralelo no estaba contemplada como parte de la operación pero debió contar con la anuencia de los jefes militares. “No cualquiera podía estar circulando por ahí sin la autorización de Williams”, dice Cano.
La evidencia más contundente que confirmó las sospechas  de la barbarie oficial fue el caso de Eduardo Nicolás Cruz Sánchez, el camarada Tito: sólo presenta un orificio de bala en la cabeza con una trayectoria de atrás hacia adelante. La pista de una ejecución está perfectamente clara. “Munición con ingreso por la parte posterior del cráneo. Con trayectoria de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha, de abajo hacia arriba. La amplitud y extensión de la fracturas sugiere que la herida debió ser causada por un proyectil de alta velocidad”,  dice el Informe realizado por José Pablo Baráybar. Además,  varios testigos afirmaron haber visto a Tito con vida luego de finalizado el operativo de rescate: en el año 2002, los suboficiales de la policía Marcial Teodorico Torres Arteaga y Raúl Robles Reynoso, subordinados de Zamudio,  declararon a una revista que  redujeron a ‘Tito’ durante el rescate, cuando intentó huir confundido entre los rehenes, y lo amarraron. Y el diplomático Hidetaka Ogura declaró ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación que vio en el jardín de la casa vecina  a Cruz Sánchez con vida: “En ese jardín, vi a un miembro del MRTA que se llamaba “Tito”. Sus manos estaban amarradas atrás y su cuerpo estaba tendido boca abajo hacia el suelo. El movió su cuerpo, así que pude reconocer que él estaba vivo. Cuando intentó hablar levantando su cabeza, un policía armado que estaba de custodia, pateó su cabeza y esta empezó a sangrar. Unos minutos después, apareció un militar del túnel e hizo levantar a “Tito” y lo llevó a la residencia”, dijo Ogura. Lo mismo declaró el general, y jefe de la Dincote en esos años, Félix Rivera, ante la Fiscalía que investigaba el caso: “(…) pregunto de forma general cuántos rehenes han muerto y me contesta parece que Giusti es el único y le digo de los emerretistas, me contestaron de forma general “Tito está con vida y se lo han llevado los comandos”, dijo. Sin embargo, Tito apareció finalmente muerto en la parte posterior de la casa,  con una granada en la mano a pesar de que, según más de un testimonio, había sido revisado y maniatado por miembros del escuadrón. “Hay algunas cosas que parecen preparadas. Según el acta de levantamiento de cadáveres, el camarada de Tito estaba ubicado cerca a la casa 1, que es por donde entró Fujimori pocos minutos después de finalizado el operativo.  Sin embargo, cuando le pregunté al general Robles del Castillo, que fue quien recibió al presidente, si había visto el cuerpo, me respondió que no. Tito no murió durante ningún enfrentamiento. Su ejecución  se produjo después”, asegura Gloria Cano.  
Otro de los casos donde la hipótesis de la ejecución es más que válida es el del camarada Marcos, un joven de aproximadamente 16 años. Sobre él no hay evidencias directas, por eso no se judicializó, pero sí existe el testimonio de varios rehenes que cuentan haberlo visto de rodillas, arrojando su arma y pidiendo perdón. Su cuerpo fue encontrado con ocho disparos, uno de ellos en la cabeza, y otro  en la región posterior de la rodilla izquierda.
La opinión de los peritos que analizaron los cuerpos es concluyente: “Es factible afirmar que existen evidencias, en al menos ocho de los catorce casos, en que las víctimas se habrían hallado incapacitadas al ser disparadas. La localización de las lesiones y su recurrencia indican, asimismo, que quienes las infligieron tenían conocimiento fehaciente de lo letales que eran”.
Secretos y omisiones
Hay demasiados indicios de que algo se pretendía ocultar: inmediatamente después del operativo no se permitió el ingreso del personal de UDEX, ni de la fiscal o de los peritos de criminalística,  para realizar las pruebas de absorción atómica de los  emerretistas muertos. Y, sin en embargo,  algunos informes y peritajes se firmaron bajo presión. “Todo apunta a que tiene que haber habido una orden posterior a  la finalización del operativo. Y ahora han cerrado filas en torno al caso. Dicen que no saben nada porque las comunicaciones fallaron, pero en el reporte de inteligencia no se da cuenta de ninguna irregularidad. Y cuando la Sala que veía el caso pidió el Plan de operaciones del rescate desde el Ministerio de Defensa dijeron que todo se quemó”, dice Cano. El envío de los cuerpos a la morgue del Hospital de la Policía y el hecho de que se enterraran  de forma clandestina, sin permitir la devolución a sus familiares, fortalece la teoría de de la conspiración. El general José Williams Zapata, que era quien dirigía  todo el operativo, no aclaró nunca por qué  autorizó el ingreso de un comando paralelo de aniquilamiento.
Cuando se abrió el  caso judicial  en el 2001, quedó claro que  se produjeron por lo menos tres ejecuciones extrajudiciales: la de Eduardo Cruz Sánchez, camarada “Tito”;  Herma Luz Meléndez Cueva, “Melissa”; y David Peceros Pedraza, “Dante”.  A pesar de las evidencias científicas y los testimonios, la actuación judicial fue lamentable. Según Gloria Cano, el juez Jorge Barreto que estaba cargo del caso, nunca se interesó por realizar indagaciones verdaderas en torno a los otros casos. Además, el juez Saúl Peña Farfán tenía en su despacho una maleta con 15  álbumes llenos de  fotografías de la operación y los cuadernos de inteligencia donde estaba el diseño del operativo y los datos recopilados al interior a través de los micrófonos, información valiosa que debía haber entregado al juez a cargo del caso. “La entrega se hizo finalmente a través de un oficio, pero los negativos de esas fotos fueron revisados y manipulados antes de que los abogados pudiéramos tener acceso a ellas”, dice Cano. “Hubo mucha interferencia para que pudiera administrarse justicia. Se desvió al proceso al fuero militar a pesar de que existía un claro pronunciamiento sobre la competencia del fuero común para casos de derechos humanos”, agrega. El fuero militar absolvió a todos los comandos y solo llevo a Montesinos, Hermosa Ríos, Huamán Azcurra y Zamudio a los tribunales civiles. Ese juicio empezó el 2002 y hasta ahora no termina. Esa es la razón más importante detrás de la decisión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El Estado Peruano ha actuado como cómplice y encubridor de un comando de aniquilamiento. Y eso es lo que defienden los fujimoristas, el señor Rey, el señor Barba y ahora, ya lo vimos, el primer ministro Oscar Valdés.