miércoles, 8 de junio de 2016

Un río de lamentos

Aquí no se puede correr. Hay un río que te obliga a nadar para seguir a flote. Las aguas marrones del Itaya discurren por esos espacios que deberían ser calles. En vez de carros hay canoas.  En vez de niños empezando a vivir, hay pequeños malabaristas cruzando andamios y precoces navegantes retando caudales. En Belén hay que aprender rápido a no caer. Pero, muchas veces, eso es imposible.


En San Francisco, una de las zonas inundables y siempre inundadas del distrito más pobre de la provincia de Maynas, en Iquitos, Sonia Panduro (43) revive su tragedia repetida: no perdió uno sino dos hijos tragados por un río que no da tregua. “Hace 24 años yo perdí a una hija de seis años. Se cayó al río y murió ahogada. No pude salvarla porque no sabía cómo darle los primeros auxilios. Fue desesperante. Parecía que me iba a volver loca de dolor”, me dice una mujer que a pesar del tiempo transcurrido aún se quiebra recordando que aquella vez perdió, además, a un esposo que no supo acompañarla, y la abandonó. Tenía tres hijos y una vida rota.

Sonia Panduro (43)  tuvo ocho hijos. Perdió dos en el río. 
Ahora Sonia tiene seis hijos vivos  y dos recuerdos lacerantes. A la tragedia de perder a Evelyn, hace 24 años, tuvo que sumarle otro masazo hace siete. “Yo pensé que algo así no podía pasarme otra vez y sucedió. Mi hijo de dos años se ahogó y tampoco  pude hacer nada para evitarlo. Fue un dolor peor que la primera vez. Pero ahora he aprendido: unos voluntarios de la ONG "Operación Bendición" nos han enseñado a dar los primeros auxilios y el otro día pude salvar a un niñito de un año que se había caído al río. Hice con él lo que no pude hacer con mis hijitos”, dice, y los ojos se le llenan de lágrimas. En lo que va del 2016, solo en la jurisdicción de 6 de octubre, uno de los custro establecimientos de salud del distrito, se han registrado 4 casos de ahogamiento de niños menores de cinco años.

La zona baja de Belén es de esos lugares insólitos en un país que considera que avanza. Viviendas de madera construidas sobre pilotes para aminorar el azote del río. Más madera haciendo las veces de precarios  puentes entre una casa y otra. A ras de suelo, allí donde acaban las pocas veredas que se salvaron de la inundación y empieza el barro que se esquiva con unos cuantos tablones, transcurre la vida cotidiana.  Rocío López le da de lactar a su hijo Rafael, de cuatro meses, apoyada  en uno de esos troncos que da soporte a su casa, mientras una tina con ropa a medio lavar (a veces con agua de río) la espera a  sus espaldas.

Una niña llora desconsolada en las alturas de su palafito (que es como se denominan a estas casitas de madera). Está parada en uno de esos maderos inestables y un poco roídos por la humedad. Abajo, Rocío no se inmuta ante la posibilidad de que se caiga. Lo que para mí es un peligro inminente y  una situación angustiante, es para ella una cuestión del día a día. “Tengo dos hijos. Y sí, da miedo porque cuando todo se inunda los bebés se pueden caer al río o las maderas húmedas se pueden romper. Pero, ¿qué puedo hacer?”, dice la joven con el tono resignado de quien se ha cansado de pelear con la realidad.

Casas flotantes y vidas que se hunden en la miseria.
Belén vive la mitad del año bajo el agua y todo el tiempo en condiciones sanitarias deplorables. El agua del Itaya  a la que niños y adultos se lanzan diariamente, para bañarse o para cruzar al otro lado, es también el desagüe de la zona. La basura flota,  se acumula en los alrededores, los habitantes conviven con el riesgo de infecciones y varias enfermedades. Los más pequeños son los más afectados. Condiciones como ésta merman irremediablemente su crecimiento y afectan su desarrollo.

 Hay muchos casos de malaria, niños con infecciones estomacales constantes y, como resultado, una alta tasa de desnutrición y anemia: 30% y 42%, respectivamente. “En época de creciente los casos de parasitosis y diarreas aumenta en más del 50% y les damos tratamiento con zinc” nos cuenta Irayda Ramírez, encargada de atención a la  primera infancia en el Centro de Salud 6 de Octubre. A esa cifra amenazante hay que sumarle  la cantidad de niños que han muerto ahogados en los últimos años. 38 al año  han calculado instituciones como Infant- dedicada a proyectos y protección de la niñez.

Los casos de ahogamiento parecen formar parte de una realidad asumida casi como normal por la población. En el centro de Salud 6 de Octubre, que atiende a una población de alrededor de mil niños menores de 5 años, las encargadas batallan con los padres, los aconsejan para redoblar los cuidados en casa pero no hay un programa de entrenamiento que los prepare para enfrentar situaciones como esta. “Las madres se van a descansar y a veces se descuidan.  Los niños más pequeños se asoman a la puerta pensando que se van a encontrar con tierra firme y se encuentran con agua. Los padres, como es lógico, caen en desesperación ante la escena y no atinan a hacer nada. El último caso que vimos fue el mes pasado. Un niño de aproximadamente un año y medio, cayó al agua. Se salvó porque lo encontraron a los pocos segundos, lo trajeron semiinconsciente al centro de salud. Como necesitaba intubarlo y otros cuidados especiales tuvimos que trasladarlo al hospital de Iquitos para su tratamiento”, nos comenta Illedy Yahuarcani, miembro del área de epidemiología en el mismo puesto de Salud.  Según esta especialista, que es además, la responsable del programa de tratamiento de  tuberculosis, hay más amenazas que se ciernen sobre la población de la zona: en este año ya se tienen registrados 21 casos de TBC, dos de ellos afectan a niños menores de 3 años.

San Francisco, uno de los asentamientos humanos del empobrecido Belén que tiene alrededor de 75 685 habitantes según el INEI. El 70% de la población está en la extrema pobreza. 
La vida en esta comunidad flotante es la misma desde hace mucho: zozobra en tiempos de crecida del río,  la rutina de la sobrevivencia cuando baja, la escasez siempre. “Yo trabajo vendiendo mis artículos de primera necesidad. Cuando es crecida, vendo mis abarrotes en canoa. Y cuando hay tierra vendo comida y así me ayudo para poder sacar adelante a mi familia”, me cuenta Sonia, la madre doliente, esa mujer de 43 años que tiene aún mucha lucha por delante: su hijo menor  tiene tres años y  una de sus hijas,  Ruth, de 19, ya le dio dos nietos que ayuda a criar en su humilde casa en medio del río.


Aunque hay un proyecto estatal para trasladar a esta población en riesgo a un nuevo espacio en la tierra firme de Varillalito, un lugar ubicado de 12 kilómetros al sur de Iquitos, muchos vecinos de Belén se niegan a dejar esta vida. Temen que las ayudas sociales se corten,  que las donaciones y actividades de las ONG’s se acaben, no quieren tener que pagar por los servicios públicos (agua, luz) que malamente reciben. "Hasta la lejanía del mercado es una excusa para no irse"  me cuenta Yahuarcani. Han renunciado a la vivienda digna en nombre de lo que les parece más seguro.
Otros, como Sonia, mantienen la esperanza en el futuro. “Yo nací, crecí y me hice madre y abuela aquí en San Francisco. Es duro ver a tus hijos siempre en riesgo, es doloroso cuando pasa lo que a mí me pasó. Pero hay que seguir para adelante. Siempre se puede volver a empezar”.


viernes, 2 de marzo de 2012

Veguita, el librero caminante

Hombre libérrimo y bohemio al que ni tiempo ni la enfermedad lograron robarle la  chispa y el amor por los libros. Veguita, fiel a sus convicciones, siempre se negó a desoir los mandatos de su yo más indomable. Por eso su historia merece ser contada, por eso es alguien que difícilmente se podrá olvidar.                                                                             

Jorge Vega, Veguita, ha resistido con dignidad pero sin suerte a los embates del tiempo. Aunque el cáncer que le ha robado un ojo hace unos meses no ha acabado con su chispa, ya no es el mismo que conocieron por décadas periodistas nuevos y viejos. Ahora la memoria le falla por momentos y su lengua divertidamente viperina se ha vuelto pesada.
Foto: Edwin Julca
Nos recibe en la casa familiar en La Victoria. Esa que nunca dejó pero a la que, en sus años de juventud, nunca llegaba a dormir. Allí se ha refugiado para la última resistencia. Declara haber vivido intensa y despreocupadamente porque está convencido de que “preocuparse es engendrar infortunios sin razón”. Entonces toma con serenidad y sin drama que ahora el mal de Parkinson lo obligue a usar andador. “Recién estoy aprendiendo a domar a este caballo” dice mientras  toma  el armatoste de metal y empieza a caminar lentamente. Por culpa de su cuerpo rebelándose, como lo hizo él tantas veces en el pasado, ahora ya no puede seguir siendo el célebre librero caminante de Lima.
Tampoco puede leer como antes porque es el ojo más hábil el que le han extirpado. El enorme parche negro que cubre el vacío rodea sus cabellos canosos y desordenados. “Tengo que tomarme la medida del ojo que me queda. Antes podía leer hasta la letra de 6 puntos. Tenía una vista extraordinaria”, dice sin que suene a queja.
Para él todo es lo que debió ser y no hay espacio para el reclamo y menos para el arrepentimiento. “Son momentos que nos toca pasar y es todo. Yo ya pasé los 76 años. Mi vida ya es un juego contra las estadísticas” dice resignado y luego empieza a echar mano de las frases que le han dejado sus innumerables experiencias de nómada urbano y lector de casi todo: “Me estoy acordando de dos frases terribles sobre esta etapa: “la vejez es una mierda pero no hay otra alternativa”, o “la vejez es una enfermedad que se adquiere con los días, se agrava con los años y se cura con la muerte”, lanza y luego esboza una sonrisa.
Jorge Vega Escalante vivió para el disfrute del presente y nunca le tuvo miedo al futuro. Hasta que el tiempo le empezó  a recordar sus variados excesos. Un día su columna empezó a resentir los años de cargar piedras en el mar y las incansables rutinas en la Herradura. Luego vinieron los males peores. Primero, una alerta en el colon y luego el diagnóstico sobre el ojo.  “Al inicio no me atendía con oftalmólogos sino con médicos generales, hasta que me enviaron al INEN y ahí dos especialistas me dijeron al unísono: Cáncer”, recuerda. Hace poco más de cuatro meses que lo operaron y aunque las necesidades aumentan esquiva con gracia la imagen del desamparo. “Estoy quemando mis últimas naves. Si comienzo a perder capacidad para poder mantenerme y comer por falta de medios económicos, la verdad es que he comido tan bien y durante tanto tiempo que puede ser una forma de equilibrio”, bromea. Lo cierto es que aunque él prefiere hablar de libros y recuerdos, son tiempos complicados de afrontar sin un seguro de salud ni un soporte de pensión, esas previsiones mortales que él ignoró desde su Olimpo marino y cervecero.
Libérrimo y hedonista, coqueteó con el periodismo por un tiempo pero fue amante de los libros desde siempre. Conoció a los 16 años las bondades del amor rentado en Huatica y desde entonces su mundo, dice, “ha sido un mundo rosa”. Luego confiesa que entre las prostitutas ha encontrado a  mujeres muy interesantes y con una cultura que sorprendería a muchos. Y para quienes se muestran muy interesados por el tema él  tiene una respuesta perversa e ingeniosa: “un hombre como yo,  que ama la historia, solamente  puede buscar mujeres con un gran pasado.”
No cree en los sentimientos eternos  sino en ligeras o intensas pasiones y asegura que ninguna mujer lo marcó. “Yo no vivía, como los demás, para el amor. Yo he vivido entre la embriaguez del placer y el placer de la embriaguez”, dice.

Librero libre
Foto: Edwin Julca
Hijo de un empleado del Ministerio de Economía y de un ama de casa de buen gusto pero sin afición por la lectura, Veguita recuerda con nitidez que  su primer encuentro con un libro tuvo el sabor de la decepción: él esperaba al llanero solitario y una tía le dio como regalo un ejemplar de Corazón, de Edmundo de Amicis. Desde entonces empezó la relación  más cercana y la única fidelidad sentimental que se permitió: la de los libros, que muchas veces vendía después de leerlos.
Comenzó como periodista en el diario Ultima Hora en 1952 pero para un hombre como él cualquier empleo era un encierro insostenible. Poco después dejó la vida normal por la libertad del librero andante.  Vinieron años de bohemia, mujeres, riesgos y parranda sin fin. “Pasé los carnavales más felices de mi vida en el Trocadero. Y también me metía a los Barracones solo y varias veces me salvé de la muerte”.   Pero es la historia de cómo logró su viaje por Europa uno de esos pasajes que le hacen recuperar la sonrisa. “La historia es un sueño. Un día me llamó la mujer de un intelectual que había fallecido. Cuando fui a su casa me topé con una biblioteca fascinante. En ese momento pensé que nunca tendría dinero suficiente para comprarla. La señora me dijo que me lo regalaba todo y hasta me dio dinero para el camión de mudanza. Pensé que esta mujer estaba loca pero cuando conversé un poco más con ella me di cuenta de la razón de su proceder: era una pareja en la que el marido era una intelectual y ella una ignorante. Los libros no tenían importancia para ella y habían sido más bien un enemigo constante, le habían quitado el tiempo y la plata al esposo”, recuerda. Fue la venganza perfecta para la viuda y la gran oportunidad para Veguita. El dinero que obtuvo de esos libros, casi 20 mil dólares, le permitió viajar por cuatro meses. Allí disfrutó de lo bueno y lo mejor. Conoció muchas ciudades y “probó” muchas mujeres. Hasta declinó la propuesta matrimonial de una inglesa enamorada. Paseó su estilo libre por España, Francia e Italia hasta que un día decidió volver porque  “acá trabajaba dos horas al día y se divertía las 24”.
Para él sus clientes eran, más bien, cómplices intelectuales. “Qué grosero es dejar en manos de un cliente un libro, en cambio qué poético es dejarlo en manos de un amigo porque sabes que va a cuidarlo. Yo conocía bien  las bibliotecas y los gustos de mis amigos”, declara orgulloso. Entonces le digo que parte de la biblioteca del director de este semanario está compuesta por libros vendidos por él. Con su chispa a prueba de problemas me dice difamatoriamente: “Dígale que los pague”, y se ríe. “Porque yo no soy viejo, lo que pasa es que mis clientes me han llenado de arrugas”, agrega.
En sus años de juventud fue un hombre atlético que vestía mal pero comía bien y que jamás pensó en emparejarse. “Me hubiera aburrido demasiado. Acá la gente tontamente busca una pareja porque dice mañana me enfermo y quién me cuida. No se casan con una mujer sino con una enfermera. La belleza del amor termina con un acto jurídico vil por el cual todo lo que antes era poesía se convierte en interés,  gasto y negocio”, dice. El fue  feliz a su manera y asegura que no pocos amigos envidiaban su libertad. Ahora asume el paso del tiempo y el precio de la libertad: “Esa es la vida y tenemos que aceptarla como es. Auge y decadencia de todo mundo,  como decía un humorista inglés”.
Foto: Edwin Julca
Jorge Vega ha coqueteado con la muerte, ha pasado dos veces por la prisión de El Frontón (por razones políticas) y ni aún ahora siente la dureza de la soledad: “Tengo a mis hermanos a mi lado. Ellos cuidan de mí. Y si algo me sucede, estoy en la línea correcta de la matemática”. Tampoco le asusta la muerte. “Voy a viajar por el universo como parte de un polvo celestial que alguna vez fue parte de mi cuerpo. Voy a alimentar arboles. Pero para eso todavía falta mucho. Sólo tengo lo del ojo, por lo demás estoy bien. Tengo la sangre en mejor estado que muchos jóvenes y mi médico me ha dicho que ya puedo comer lo que quiero. Un día de estos voy a tomarme un Sol y Sombra, mi trago favorito.”, se esperanza.
El hombre que leyó a Cervantes a los ocho años y memorizó párrafos enteros de El Quijote, recurre a otro de sus autores favoritos cuando asegura que no siente haberse perdido nada. “Fue una forma valiente de asumir la vida y lo he hecho. Y si de algo no se arrepiente un hombre, decía Borges, es de haber sido valiente”, recita. Luego no puede evitar el humor negro  tan suyo y decide completar: “A mí lo que me encantaría es que este ojo que me queda me sirva en el momento de  la muerte para conocerla. Yo me imagino que debe ser una mujer bellísima porque todos los que se han acostado con ella han preferido no levantarse”. Veguita no cesa de sorprender.









viernes, 10 de febrero de 2012

Vivir a medias...la tragedia de Joseph Dioses

Cuando una negligencia médica convierte la vida de una familia en un sinfín de sobresaltos, a una madre en una batalladora sin descanso y a un niño en el protagonista de una historia con anunciado desenlace sombrío.


Rosa ya no llora por Joseph. Necesita acumular todas sus energías para atenderlo las 24 horas del día. Lo carga cuando debería verlo correr, lo alimenta sin verlo sonreír, y nunca ha escuchado la palabra mamá. Es así desde hace tres años en que convirtieron su maternidad en pesadilla y a su  único hijo en un frágil ser que se aferra a la vida en cada resuello. Joseph Dioses Rosales sufrió hipoxia severa al nacer y su cerebro ha quedado irremediablemente dañado. Los médicos dicen que fue una fatalidad. Rosa asegura que la desgracia es culpa de una mala praxis.
Mientras cuenta su aterradora historia sostiene en sus brazos al niño y espanta las moscas que revolotean en ese cuarto que, en vez de juguetes, acumula historias clínicas. “Me tuve que mudar a Lurín, a un terreno que tenía hace tiempo  porque ya no podía pagar alquiler en Lima. Las medicinas de Joseph son caras”, dice Rosa que también tiene que medicarse para soportar la pena. “Me ves tranquila porque tomo ansiolíticos. Me han recetado también antidepresivos. Me desespera ve a mi hijo así. A veces, en la madrugada, en las pocas horas que puedo dormir, me despierto con ataques de pánico”, dice.  Rosa hace el recuento de su calvario cotidiano: “Ahora le vienen las convulsiones con más frecuencia, a veces de madrugada,  y tengo que llevarlo a la posta. Tienen que ponerle Diazepam para que esté tranquilo y no se agite. Apenas se alimenta con unas cucharadas de leche y varias veces ha hecho neumonías por aspiración”. La verdad es que Joseph va perdiendo el poco de vida que le dejaron.
 Todo empezó  cuando Rosa ingresó  a la clínica hospital  Hogar de la Madre “Rosalía de Lavalle de Morales Macedo”, a la medianoche del 6 de febrero de 2009, confiada y sin preocupaciones. “Como ya tenía 35 años, elegí ese lugar justamente porque quería un parto seguro. ¡Imagínate!”, dice y esboza una sonrisa cargada de ironía.”Me recibió el doctor  Elder Benítez, mi ginecólogo, y dijo que, como era primeriza, el parto iba a demorar bastante. Nunca más lo vi. Simplemente, me abandonó”, dice Rosa. Fue cuando todo empezó  a torcerse. Fue cuando el nacimiento de su hijo se convirtió para ella en una película de terror.  “Recuerdo que la obstetra Luz Vallejos llamaba al médico insistentemente, porque mi hijo ya iba a nacer y no venía nadie. Al final, ella y una enfermera  se hicieron cargo,  me llevaron a la sala de partos y todo salió mal. Joseph tenía enredado el cordón en el cuello y cuando lo sacaron se asfixió. Además, por hacer una mala maniobra, el cordón umbilical se rompió desde la base. Yo escuché cuando la enfermera le dijo a la obstetriz “carajo, rompiste el cordón””, dice la madre con angustia.
Una pesadilla ensangrentada  y ningún  médico para enfrentarla. Una suma de negligencias e impericias que terminaron con el recién nacido asfixiado por varios minutos. El ginecólogo Benítez se defendió en una manifestación ante la fiscalía argumentando que nadie le avisó de las complicaciones y por eso no apareció. Ahora niega que siga trabajando en el hospital y  se escuda en su abogado para no hablar más. En el Hogar de la Madre la actitud linda con el desparpajo. “Las obstetrices están preparadas para esos casos y es política de la institución, y parte de los protocolos aceptados por el ministerio de salud, que  los partos normales pueden ser atendidos sin un médico.  Y lo del cordón pues se resolvió rápido, se le puso una pinza y ya, si igual se tenía que cortar”, dice impúdicamente el doctor Marcos Mera,  director médico del Hogar de la Madre. Claro que esa indiferencia, esas ausencias asesinas, esa distancia casi despectiva respecto del paciente sólo se da en el área de Hospital. En la de la Clínica, que tiene 30 camas y donde los honorarios son altos, los médicos no suelen dejar a sus pacientes el día del parto.
Tras el trágico nacimiento las primeras evidencias de que algo no andaba bien con el bebé aparecieron pronto. Después de lidiar con evasivas y exigir respuestas, Jorge Dioses, pareja de Rosa y  padre de Joseph, pudo finalmente ver al niño. “Estaba en la incubadora, tenía un chichón grande en la cabeza y le habían puesto unas bolsas de hielo. Además temblaba mucho. Me dijeron que era normal por lo que había pasado en el parto. Me mandaron a comprar el fenobarbital, que -después supe- era para controlar las convulsiones”, dice Jorge, que llegó al hospital pasada la tarde porque el ginecólogo le había dicho la noche anterior “que faltaban varias horas para que el niño naciera” y no lo dejó quedarse acompañando a su esposa. “Por eso me fui a trabajar, hasta que la mamá de Rosa me avisó que el bebe había nacido pero no estaba  bien“, cuenta. Joseph nació a las 4 de la mañana. Rosa estaba a esa hora sola: sin familia y sin médico de cabecera: “Después del parto me dijeron que todo estaba bien, que no me preocupara. Me dejaron varias horas sola, sin informarme nada, sin poder ver a mi hijo”.
Los médicos nunca les dijeron que la prolongada  hipoxia había causado daños tan severos en el niño. Daños  por los que El Hogar de la Madre no se ha hecho responsable ni moral ni económicamente, aunque reconoce con asombrosa tranquilidad, que lo que ocurrió fue un hecho imprevisible e inmanejable, casi una fatalidad que hay que aceptar con resignación. “Todo iba bien, no había señales de complicación hasta que en el momento del parto apareció lo del cordón. El niño nació con depresión respiratoria y estuvo intubado unos minutos, pero se le recuperó rápidamente y sí,  las convulsiones que presentó fueron resultado de eso. Por eso lo mantuvimos internado por 17 días”, dice el pediatra Víctor Torres. Efectivamente, el informe  médico firmado por Torres, jefe del departamento de pediatría, concluía que existió “depresión respiratoria severa al nacer y encefalopatía neonatal”. “Mi hijo sufrió hipoxia prolongada y eso no lo quieren reconocer. Hay varias cosas raras en los documentos. Datos que no aparecen o son falsos. Como cuando  dicen que cuando mi hijo nació estuvo presente una pediatra que yo jamás vi. Además, antes de darle de alta le sacaron varias muestras de sangre para descartar enfermedades genéticas pero salieron negativas. Parece que querían demostrar que los problemas de mi hijo podían haber sido hereditarios. Después dijeron que fui yo que había tenido una infección no tratada y que por eso había pasado todo. No es cierto. Que mi hijo esté así no es producto de una malformación.  Todo esto es culpa de ese médico, de ese hospital. Han destrozado la vida de mi hijo y la mía”, reclama Rosa.
Y entre deslindes y lavamanos, en lo que sí se apresuró la clínica fue en el cobro de sus deficientes servicios. “Tuvimos que pagar hasta el último centavo porque me dijeron que si no lo hacía no podía sacar a mi hijo. A mí me dio miedo que terminaran de matarlo. El doctor David Huanca, neuropediatra de Essalud, vino a verlo  y me recomendó que lo sacara del  Hogar de la Madre porque le estaban poniendo mucho fenobarbital. Por eso pagué y me lo llevé”, dice Rosa. Para Jorge Dioses, que trabaja como matricero en una fábrica, el asunto de conseguir el dinero no fue tarea sencilla. “Tuve que pedir préstamos al banco, a mis amigos, en mi trabajo. Al final nos cobraron todo, los exámenes, la incubadora que cuesta 200 soles por día. Y eso, a pesar de todo el daño que nos habían  causado”, dice el hombre sin poder contener la rabia. Y a tanto llegaron que hasta le iniciaron una demanda judicial por incumplimiento de obligación de dar suma de dinero. “Me llegó una notificación, por un saldo que decían que debía. Tuve que ir a reclamar”, dice indignado.
 Su preocupación mayor era  Joseph, que cada vez presentaba más síntomas desalentadores: convulsiones, retardo en su desarrollo, y nula movilidad de extremidades. Por eso evitaron reclamos y retrasaron denuncias. Pero finalmente, un año después de que todo ocurriera, presentaron la demanda contra los médicos y la obstetriz responsables. La denuncia penal solo procedió contra la obstetriz y por el delito de lesiones culposas graves. La suerte de Rosa con los abogados tampoco fue muy buena. “El primer abogado que tuve fue de oficio y al comienzo estaba haciendo las cosas bien, pero un día se reunió con los abogados de la clínica y luego de eso no supe más. Con el segundo, pasó lo mismo. Me pedía dinero y nada avanzaba. Luego abandonó el caso “, recuerda Rosales. Ahora tiene un nuevo patrocinador. “El caso estaba a punto de prescribir, se cometieron muchos errores y se dejó pasar mucho tiempo. Es evidente que hay fundamentos sólidos para el reclamo de la señora Rosales. Aunque el fiscal César Chávez estuvo a punto de archivar el caso porque consideró que “no había mérito para formular acusación”, la jueza del 36º Juzgado penal, más consciente del daño irreparable que se ha causado, ha elevado el caso en consulta a la fiscalía superior”, dice el abogado William Llatance.

Rosa no ha dejado de visitar médicos y hospitales desde que Joseph nació. Ha buscado, sin éxito, una esperanza. Pero un neuropediatra tras otro ha confirmado sus peores presagios. “Primero me dijeron que no veía y fue duro, pero cuando me dijeron que no se podía hacer nada, que ningún tratamiento serviría  y que prácticamente mi niño estaba condenado a morir, que lo llevara mejor a mi casa,  me puse mal”, recuerda. “Traté al niño en varias oportunidades y ciertamente su caso es catastrófico y triste. Tiene una epilepsia intratable y un cuadro de atrofia cerebral. Sin embargo, para la magnitud del daño, debería verse más en la resonancia y en la tomografía, pero no se ve. Eso juega a favor de la clínica pero así como no puedo afirmar que Joseph está así a causa de la asfixia tampoco puedo descartarlo. Habría que revisar más bibliografía a ver si hay antecedentes de casos de asfixia severa que no presentan manifestaciones en estos exámenes. Sería muy importante aclarar esto sobre todo para disipar la duda de la madre”, dice el doctor Daniel Koc, neuropediatra del Instituto Nacional del Niño.
 Desde entonces lo de Rosa es seguir el peregrinaje por el infortunio. “He ido a todos los lugares posibles, he llamado a fundaciones en el extranjero, he probado con la dieta cetogénica (dieta especial alta en grasas que se utiliza con los niños cuyas convulsiones resultan difíciles de controlar), pero Joseph está cada vez peor”, dice. Luego le habla a Joseph, lo acaricia y confiesa que, cada vez con más frecuencia, luchan dentro de ella el deseo de no perder a su hijo y la conciencia de que de alguna forma ya lo perdió desde hace mucho. “A veces sueño con él. Mi madre sueña que lo ve corriendo. Yo, en cambio, sueño que me habla y me dice que ya se quiere ir”, dice.

viernes, 20 de enero de 2012

La paz rota de un pueblo chico

Policías muertos en una comisaría de un distrito de Jaén, en Cajamarca. Crónica desde Sanata Rosa la Yunga.                                                                       

No es un hervidero de balas cruzando de un lado a otro pero tampoco es un remanso de paz tropical. Hace tiempo que el miedo es un compañero silencioso y  la delincuencia organizada un verdugo sin control. Jaén nos recibe con lluvia y sin sol, seis días después de haber  salido del olvido  que sufren  las provincias del Perú. El asalto a la comisaría de Santa Rosa de la Yunga la ha hecho visible de la peor manera. Cinco muertos, incluyendo dos civiles,  y  varias armas robadas, es un golpe que no es fácil de de justificar. En la comisaría de la ciudad, el comandante Edwin Dávila intenta encontrar  razones en  la lejanía extrema del local policial y el salvajismo de una banda de forajidos fuera de control.   No tiene demasiadas respuestas pero anuncia, con más entusiasmo que evidencias, que la captura de los  delincuentes “es cuestión de tiempo”. Sin embargo,  la situación no es tan auspiciosa. Lo único claro es que lo sucedido es obra de Los Malditos de Bagua, una banda que  opera hace varios años entre Jaén y  Bagua  y que va del secuestro al asesinato con igual facilidad. Tiene en su haber varias muertes en los últimos dos años y su récord no parece haber terminado. Su cabecilla, Alexander Campos Vázquez, alias “el borrego”, es un viejo conocido en el mundo del hampa, con varias denuncias en su contra, pero con la fortuna de toparse con fiscales miopes y poco diligentes: Yuvitza Villacorta Tello, magistrada adjunta de la Segunda Fiscalía Provincial Penal Corporativa de Bagua, y hoy ya destituida,  lo liberó porque “no se completó a tiempo” la investigación que probara sus delitos. Su participación en la masacre de Santa Rosa, al lado de otras cuatro personas, es un hecho confirmado por testigos.
El sábado en la madrugada un contingente policial con el jefe de la división policial de Jaén a la cabeza, el coronel  Julio Cadenillas, ha partido hacia Santa Rosa. Una información no confirmada daba cuenta de la existencia de un herido de bala en las cercanías de Santa Rosa, un indicio de que podría ser uno de los participantes en el asalto. La versión quedó descartada algunas horas después, cuando este semanario ya estaba en el lejano distrito.
 Llegar hasta allí nos tomó algo más de dos horas, con cruce de frontera regional incluido y  el uso de tres medios de trasporte diferentes (un auto colectivo desde Jaén a Bagua, una mototaxi para llegar hasta la zona de Rentema, un huaro para atravesar el río Marañón y nuevamente un auto para llegar hasta el pueblo). Es un camino que combina parte de pista y un buen trecho de barro y muchas curvas, en el que los imponentes paisajes naturales nos hacen olvidar, por momentos, que  nos dirigimos al escenario de un crimen horrendo.
Tras los hechos la zona resultaba tan distante y peligrosa que ni los fiscales de turno quisieron ir hasta el lugar la misma noche de los asesinatos.  Partieron recién a las 4 de la madrugada del día siguiente. “Tenían temor de encontrarse con los asaltantes escapando del lugar”, nos contaría después Maritza Ramirez,  periodista del diario “Ahora Jaén”, que llegó junto  a otros periodistas locales la noche de la matanza  y no se encontró en el camino con ningún control policial que bloqueara caminos ni impidiera huidas.
En el camino a Santa Rosa, algunos pasajeros hablan de lo sucedido y se refieren al hecho como un descuido de los policías y una más de las tantas arremetidas de una banda conocida por su brutalidad. Comerciantes, supuestos informantes, autoridades, empresarios, han sido las víctimas de “Los Malditos de Bagua”.  
Al llegar es notorio que el distrito ha pasado del miedo al desconcierto. La gente se coloca en las puertas de sus casas y observa con curiosidad el despliegue de policías recién llegados. Es una dotación inusual  para  una zona prácticamente olvidada y en la que estaban asignados solo cuatro efectivos. Ahora no solo está el  personal para reemplazar a los caídos sino que  han pasado por el lugar agentes de la DINOES, helicópteros para rastrear la zona e incluso comandos especiales de la Policía que aún permanecen allí: veinte “sinchis” llegados directamente de Masamari.
Pocos vecinos quieren hablar. Aunque saben que con la cantidad de policías es poco probable que los atacantes vuelvan, tienen miedo a al futuro. “Todos vienen ahora que es noticia, pero después otra vez nos vamos a quedar solos, a nuestra suerte. Esos malditos pueden volver”, nos dice Avelino Terrones, un anciano que vive al frente de la comisaría. “Escuché los disparos y corrí a esconderme debajo de la cama. Después me asomé y vi que había varias personas afuera, esperando. Y cuando los ronderos empezaron a disparar, los delincuentes respondieron con una ráfaga de arma automática. Entonces uno de ellos gritó al que estaba adentro: “mátenlos a todos””, dice este  hombre que vive hace más de 40 años en el pueblo sin tener recuerdo de pavores parecidos.
Unos niños que a esa hora aún jugaban justamente al lado de la comisaría dicen haber visto dos motos esperando en la puerta. Ante las preguntas, nos miran con desconfianza y apenas se animan a hablar de  los disparos y el miedo. Mientras juegan con un trompo, empiezan a contar de a pocos que los policías encontraron unos chalecos en el monte detrás de la comisaría. Entonces sonríen nerviosamente y uno de ellos nos dice que su hermana vio a los muertos. La muchacha de la que habla se llama María Soriano, tiene 20 años y vive a unos 150 metros de la comisaría. Desde la puerta de su casa corrió a curiosear cuando ya la muerte estaba por todos lados y el peligro aún no había pasado. “Entré a la comisaría con unas señoras,  hasta los cuartos, y vi los charcos de sangre, a  una mujer que es de aquí, de Santa Rosa, al lado del policía que era su pareja. Al comisario no lo quise ver porque, como le dispararon en la cabeza, se le veía el cerebro”, dice la chica que tomó algunas fotos con su celular. Mientras, su madre, María Elvia Villalobos, se refugiaba en casa de una vecina al lado de sus 5 hijos. “Hemos pasado mucho miedo. La balacera no tenía cuándo terminar. Esto nunca ha pasado aquí. Solo queremos que atrapen a esa gente para poder estar en paz. Han matado gente inocente.”, dice.
Las marcas de los disparos son visibles no solo en la fachada de la comisaría sino en postes y paredes a larga distancia: fue la ráfaga de fusil-ametralladora  con dirección a los ronderos que intentaban detener el ataque. En el local de la comisaría las huellas de la matanza se han ido borrando. “Hemos tenido que baldear el lugar no sé cuántas veces”, nos dice un suboficial. Lo que queda sin remedio es la precariedad: una construcción de una sola planta con pisos de cemento, paredes sucias y apenas algunos muebles viejos llenando los espacios. Allí, desarmados y desprevenidos, estaban los policías. Dos de ellos  veían televisión y otro lavaba su ropa en la parte posterior de la casa. Al comisario, Armando Barrantes, lo acompañaban su esposa y su hijo de 14 años; en otro de los cuartos estaba  al suboficial Víctor Vásquez y  su pareja embarazada: Noyra Callirgos. El suboficial Milton Tandaypán, que según fuentes locales antes de llegar a Santa Rosa trabajó  en Inteligencia, estaba sin su arma y ocupado en quehaceres domésticos cuando  los cinco sujetos ingresaron a cara descubierta y con el objetivo claro de llevarse las armas y municiones del puesto policial. Según la única sobreviviente, Martha Guerrero, la esposa del comisario, los delincuentes preguntaron directamente por los fusiles  y parecían manejar información precisa sobre la cantidad de armas que había. Por eso se presume que los delincuentes tienen informantes uniformados. Se llevaron en total dos fusiles (un AKM y un G3), cuatro pistolas Beretta y medio millar de municiones.
 “Les interesaba tener armamento de largo alcance para poder cometer sus asaltos. Estos fueron los que se robaron cinco fusiles de la Comisaría de Puerto Ciruelo y el personal de la comisaría de Jaén los recuperó todos en una intervención policial en la que cayó abatido uno de los delincuentes. Allí participó Barrantes”, dice el comisario Dávila.  Según algunas fuentes de la prensa local, los maleantes también se habrían estado armando para intentar liberar de la prisión a uno de sus integrantes. “Se dice que la banda se estaba armando porque quería liberar al Escorpión, que esta preso en Cajamarca. Querían aprovechar todo el tema de las huelgas por las mineras pero luego, en diciembre, sucedió lo de las muertes de los dos policías en Chiclayo y eso entorpeció sus planes”, nos dice Maritza Ramirez. “El Escorpión” es John Salas Peso, delincuente sentenciado a cadena perpetua por la muerte de seis ronderos en el caserío el Cruce de Shumba, en el 2010.
Pero el robo no explica el ensañamiento con las víctimas. Según algunas fuentes locales,  lo que habría primado es la sed de venganza  por la muerte de uno de los suyos durante la recuperación de las armas robadas en Puerto Ciruelo, en noviembre pasado. “Lo de Copallín no fue un operativo planificado, fue un soplo que les llegó a última hora y les permitió llegar a la casa donde estaban las armas. La persona que murió allí, Juan Carlos Calderón, era el hermano de Nelson Calderón Sánchez,  uno de “Los Sanguinarios de Bagua”. Según reportes de inteligencia, durante el velorio, los asaltantes juraron vengar esa muerte”, dice Nina Puelles, periodista de radio Marañón. La esposa del comisario asesinado, que se salvó de muerte al esconderse debajo de la cama, reconoció a dos de los asaltantes y ha dado detalles sobre el ataque. Eso le ha valido ser amenazada de muerte.  Ahora tiene custodia policial en la puerta de su casa y ha pasado del shock inicial a la devastación sin remedio: está medicada, se le administra suero y ya no recibe visitas.
En la comisaría de Bagua, un gran cartel con las fotografías de los integrantes de la banda es todo el avance que pueden ofrecer los policías. “Estos delincuentes están detectados hace tiempo, pero no tenemos recursos ni apoyo para lograr su captura”, se defiende uno de los suboficiales. Es  precisamente allí donde actúan y han cometido la mayoría de sus delitos. Pero no por eso Jaén deja de ser un blanco posible. “Se dice que la banda estaba planeando atacar la comisaría de la ciudad que no es para nada segura. Acá las cosas no están tan tranquilas como dice la policía. Hay muchos asaltos y robos; mototaxis piratas que circulan sin ningún control mientras los patrulleros están parados. Recién después de lo que sucedió han empezado a circular por las calles.”, dice Puelles. Por eso, mientras se continúa investigando el caso, más policías han llegado a Jaén para reforzar las comisarías de la provincia. Cincuenta efectivos circulaban el domingo por la mañana esperando ser asignados a sus puestos.
Aunque los crímenes no estén directamente vinculados al negocio de las drogas, algunas de las construcciones de varios pisos que proliferan en la ciudad delatan una bonanza sin explicación aparente. La policía responde que puede tratarse de comerciantes cafeteros beneficiados por del buen precio de sus productos pero es innegable que el narcotráfico ya se ha instalado. “Acá en Jaén hay mucha plata, muchos hoteles. Si en las zonas altas han aumentado los cultivos, en la ciudad lo que prolifera es el lavado de dinero”,  dice Maritza Ramírez.  Hasta la policía reconoce que en las zonas altas han aumentado los cultivos de coca, marihuana y amapola, pero se quejan de las normas rígidas del Ministerio Público que les impiden proceder con las intervenciones policiales. Es la historia de siempre.

viernes, 6 de enero de 2012

Sobre héroes, tumbas y asesinos

La Operación militar Chavín de Huántar pasó de ser una  proeza militar a una historia incompleta con presagio de final oscuro. Los números oficiales (142 comandos, 71 rehenes liberados, dos bajas militares y 14 subversivos abatidos) omitieron la verdad incómoda de  la ejecución extrajudicial de varios terroristas rendidos.

Fueron los  cadáveres de los emerretistas, exhumados cuatro años  después, y algunos testimonios de exrehenes los que contaron la versión no oficial pero real de lo que sucedió aquella tarde del 22 de abril de 1997.  A la operación rescate le siguió una segunda, ejecutada por un escuadrón de aniquilamiento que actuó con la anuencia de los militares y  bajo el mando de la dupla Fujimori – Montesinos, que regentaba el poder.
Todo empezó a  las 3 y 23 de la tarde, con la primera explosión que sorprendió a los emerretistas en medio de un partido de fulbito en la planta baja de la residencia  del embajador japonés Morihita Aoki. Era el momento culminante de un operativo minuciosamente planificado:  los comandos habían dividido la casa en áreas y  habían memorizado los planos de la residencia para poder moverse dentro de ella en medio del polvo y el humo que seguiría a las detonaciones. Se había alquilado las casas colindantes  para utilizarlas durante la construcción del  túnel que fue clave de la operación y luego, como áreas de rescate para los rehenes. Nada había sido dejado a la improvisación.
 Mientras los cautivos permanecían en el segundo piso descansando, el primer estruendo les confirmó que el rumor  que  corría hacía ya varios días  era una realidad. Inmediatamente dos explosiones más y varios grupos de comandos ingresaron a los diferentes ambientes de la mansión. El tiroteo ya se había desatado y, según la versión oficial, fue allí que se abatió a  los terroristas que habían sobrevivido a la incursión militar. A Néstor Cerpa, dicen,  los disparos lo alcanzaron a la mitad de las escaleras, mientras intentaba subir. Recibió 42 impactos, 11 de ellos en la cabeza.  
A menos de 15 minutos  de haber iniciado las acciones,  un grupo de comandos comenzó la evacuación de los rehenes. En  uno de los pabellones del segundo piso,  conocido como "Chinatown",  se encontraba un número importante de prisioneros japoneses, incluyendo al diplomático Hidetaka Ogura, testigo clave de la supervivencia  de por lo menos tres subversivos tras el operativo. Fue mientras bajaba, agazapado por las escaleras de servicio con dirección a la boca del túnel que lo llevaría hasta una de las casas colindantes a la residencia, que afirma haber visto a dos subversivos, un hombre y una mujer, rodeados de comandos. “Al voltearme allí vi que dos miembros del MRTA estaban rodeados por los militares, una mujer y un hombre a quien no puedo reconocer porque tenía estatura baja y estaba rodeado por los militares de estatura alta. Antes de bajar la escalera portátil he escuchado que ella estaba gritando algo así como “no lo maten” o “no me maten”. Cuando bajamos al suelo, esperamos unos minutos al costado del edificio de la residencia para salir a la casa vecina. Allí he escuchado algunas detonaciones y disparos“,  dijo a la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Diferente versión sobre el destino de estos jóvenes es la que dieron los comandos. “Ellos declaran que cuando estaban sacando a unos rehenes  por el balcón se acerca  una pareja con fusiles en mano a  atacarlos, entonces les dispararon. Pero cómo explican que ambos jóvenes tengan disparos hechos por la espalda si supuestamente venían de frente. Las versiones no son convincentes”, dice la abogada Gloria Cano, de Aprodeh. Una de estos probables ejecutados fue Herma Luz Meléndez Cueva, la camarada Melissa, una joven de aproximadamente 17 años que, según información obtenida por Aprodeh fue secuestrada por los terroristas a los 14 años, enrolada a la fuerza  y obligada a ser pareja sexual  de algunos de los  mandos del MRTA. A su lado, estaba el camarada Dante. Cada uno recibió siete impactos de bala en la espalda y sendos disparos en la zona craneal occipital.
El Informe del Equipo de Antropología Forense, luego de analizar los cuerpos exhumados en 2001, concluye que, en varios casos, los disparos en el cráneo tienen una forma perfectamente redondeada, que solo puede darse si la persona está completamente inmóvil. “En el 57% de los casos se registró un tipo de lesión que típicamente perforó la región posterior del cuello… (…). La distribución y recurrencia de estas lesiones las convierte en un patrón. El hecho de que estas lesiones sigan la misma trayectoria (de atrás hacia adelante), sugiere que la posición de la víctima con respecto al tirador fue siempre la misma, y que la movilidad de la víctima, por lo tanto, fue mínima si no igual a 0”, dice el informe de julio de 2001.
La explicación a estas muertes nunca esclarecidas está en la presencia de un grupo que nada tenía que ver con el rescate. Su objetivo final  y único empezó casi como un segundo operativo: acabar con todos  los emerretistas que hubiesen sobrevivido. “En unas fotos se ve  unas personas entrando a la residencia con pasamontañas y portando armas largas (AKM) diferentes a las usadas por los comandos (subametralladoras Hecler Koch MP5). Y justamente el patrón que se repite en  varios de los cuerpos es el de orificios procedentes de armas de alta velocidad”, dice Gloria Cano.
Eran los miembros de un “grupo especial” de siete militares enviado por Montesinos y comandado por gente de su confianza, como Roberto Huamán Azcurra y Jesús Zamudio Aliaga.  Aurelio Loret de Mola, Ministro de Defensa durante la etapa de las primeras investigaciones, los bautizó como “los gallinazos” y les atribuyó la responsabilidad de todo el lado oscuro de un operativo que pretendía ser impecable. La presencia de este grupo paralelo no estaba contemplada como parte de la operación pero debió contar con la anuencia de los jefes militares. “No cualquiera podía estar circulando por ahí sin la autorización de Williams”, dice Cano.
La evidencia más contundente que confirmó las sospechas  de la barbarie oficial fue el caso de Eduardo Nicolás Cruz Sánchez, el camarada Tito: sólo presenta un orificio de bala en la cabeza con una trayectoria de atrás hacia adelante. La pista de una ejecución está perfectamente clara. “Munición con ingreso por la parte posterior del cráneo. Con trayectoria de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha, de abajo hacia arriba. La amplitud y extensión de la fracturas sugiere que la herida debió ser causada por un proyectil de alta velocidad”,  dice el Informe realizado por José Pablo Baráybar. Además,  varios testigos afirmaron haber visto a Tito con vida luego de finalizado el operativo de rescate: en el año 2002, los suboficiales de la policía Marcial Teodorico Torres Arteaga y Raúl Robles Reynoso, subordinados de Zamudio,  declararon a una revista que  redujeron a ‘Tito’ durante el rescate, cuando intentó huir confundido entre los rehenes, y lo amarraron. Y el diplomático Hidetaka Ogura declaró ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación que vio en el jardín de la casa vecina  a Cruz Sánchez con vida: “En ese jardín, vi a un miembro del MRTA que se llamaba “Tito”. Sus manos estaban amarradas atrás y su cuerpo estaba tendido boca abajo hacia el suelo. El movió su cuerpo, así que pude reconocer que él estaba vivo. Cuando intentó hablar levantando su cabeza, un policía armado que estaba de custodia, pateó su cabeza y esta empezó a sangrar. Unos minutos después, apareció un militar del túnel e hizo levantar a “Tito” y lo llevó a la residencia”, dijo Ogura. Lo mismo declaró el general, y jefe de la Dincote en esos años, Félix Rivera, ante la Fiscalía que investigaba el caso: “(…) pregunto de forma general cuántos rehenes han muerto y me contesta parece que Giusti es el único y le digo de los emerretistas, me contestaron de forma general “Tito está con vida y se lo han llevado los comandos”, dijo. Sin embargo, Tito apareció finalmente muerto en la parte posterior de la casa,  con una granada en la mano a pesar de que, según más de un testimonio, había sido revisado y maniatado por miembros del escuadrón. “Hay algunas cosas que parecen preparadas. Según el acta de levantamiento de cadáveres, el camarada de Tito estaba ubicado cerca a la casa 1, que es por donde entró Fujimori pocos minutos después de finalizado el operativo.  Sin embargo, cuando le pregunté al general Robles del Castillo, que fue quien recibió al presidente, si había visto el cuerpo, me respondió que no. Tito no murió durante ningún enfrentamiento. Su ejecución  se produjo después”, asegura Gloria Cano.  
Otro de los casos donde la hipótesis de la ejecución es más que válida es el del camarada Marcos, un joven de aproximadamente 16 años. Sobre él no hay evidencias directas, por eso no se judicializó, pero sí existe el testimonio de varios rehenes que cuentan haberlo visto de rodillas, arrojando su arma y pidiendo perdón. Su cuerpo fue encontrado con ocho disparos, uno de ellos en la cabeza, y otro  en la región posterior de la rodilla izquierda.
La opinión de los peritos que analizaron los cuerpos es concluyente: “Es factible afirmar que existen evidencias, en al menos ocho de los catorce casos, en que las víctimas se habrían hallado incapacitadas al ser disparadas. La localización de las lesiones y su recurrencia indican, asimismo, que quienes las infligieron tenían conocimiento fehaciente de lo letales que eran”.
Secretos y omisiones
Hay demasiados indicios de que algo se pretendía ocultar: inmediatamente después del operativo no se permitió el ingreso del personal de UDEX, ni de la fiscal o de los peritos de criminalística,  para realizar las pruebas de absorción atómica de los  emerretistas muertos. Y, sin en embargo,  algunos informes y peritajes se firmaron bajo presión. “Todo apunta a que tiene que haber habido una orden posterior a  la finalización del operativo. Y ahora han cerrado filas en torno al caso. Dicen que no saben nada porque las comunicaciones fallaron, pero en el reporte de inteligencia no se da cuenta de ninguna irregularidad. Y cuando la Sala que veía el caso pidió el Plan de operaciones del rescate desde el Ministerio de Defensa dijeron que todo se quemó”, dice Cano. El envío de los cuerpos a la morgue del Hospital de la Policía y el hecho de que se enterraran  de forma clandestina, sin permitir la devolución a sus familiares, fortalece la teoría de de la conspiración. El general José Williams Zapata, que era quien dirigía  todo el operativo, no aclaró nunca por qué  autorizó el ingreso de un comando paralelo de aniquilamiento.
Cuando se abrió el  caso judicial  en el 2001, quedó claro que  se produjeron por lo menos tres ejecuciones extrajudiciales: la de Eduardo Cruz Sánchez, camarada “Tito”;  Herma Luz Meléndez Cueva, “Melissa”; y David Peceros Pedraza, “Dante”.  A pesar de las evidencias científicas y los testimonios, la actuación judicial fue lamentable. Según Gloria Cano, el juez Jorge Barreto que estaba cargo del caso, nunca se interesó por realizar indagaciones verdaderas en torno a los otros casos. Además, el juez Saúl Peña Farfán tenía en su despacho una maleta con 15  álbumes llenos de  fotografías de la operación y los cuadernos de inteligencia donde estaba el diseño del operativo y los datos recopilados al interior a través de los micrófonos, información valiosa que debía haber entregado al juez a cargo del caso. “La entrega se hizo finalmente a través de un oficio, pero los negativos de esas fotos fueron revisados y manipulados antes de que los abogados pudiéramos tener acceso a ellas”, dice Cano. “Hubo mucha interferencia para que pudiera administrarse justicia. Se desvió al proceso al fuero militar a pesar de que existía un claro pronunciamiento sobre la competencia del fuero común para casos de derechos humanos”, agrega. El fuero militar absolvió a todos los comandos y solo llevo a Montesinos, Hermosa Ríos, Huamán Azcurra y Zamudio a los tribunales civiles. Ese juicio empezó el 2002 y hasta ahora no termina. Esa es la razón más importante detrás de la decisión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El Estado Peruano ha actuado como cómplice y encubridor de un comando de aniquilamiento. Y eso es lo que defienden los fujimoristas, el señor Rey, el señor Barba y ahora, ya lo vimos, el primer ministro Oscar Valdés.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Las heridas del machismo

En las semana de la no violencia contra la mujer, algunos testimonios escalofriantes de víctimas de agresión. Cuando el enemigo duerme al lado,las consecuencias son algo más que cicatrices en el cuerpo.

Angélica se despertó sintiendo la quemazón en su rostro. Era el agua hirviendo cayendo y chamuscándolo todo. Era su conviviente cumpliendo con su amenaza. “De este cumpleaños no te vas a olvidar” le había dicho la noche anterior, durante la celebración familiar en la misma casa de Villa María del Triunfo donde el horror se desató. Entonces, muy temprano por la mañana, mientras ella dormía al lado de uno de sus hijos, tomó un hervidor eléctrico lleno de agua y se lo roció. Fue el golpe final, la venganza consumada de un marido acostumbrado a  imponer su brutalidad.
Angélica lo conoció a los 14 años y se fue a vivir con él cuando ni siquiera había cumplido la mayoría de edad. Tenía 17 años y estaba embarazada. Y el martirio empezó pronto: empujones, gritos, golpes. “Me tiraba puñetes,  tengo varias marcas en mi cabeza. Pero nunca le decía nada a nadie”, dice desde su cama del Hospital Arzobispo Loayza. Ahí estuvo desde que todo sucedió el pasado 03 de octubre y han tenido que pasar 50 días para que pueda recuperarse y ser dada de alta.
Ahora, con  32 años y cuatro hijos, está condenada a recordar a  Aquiles Quispe cada vez  que se mire al espejo: tiene el 25% de su cuerpo con quemaduras de primer y segundo grado: el rostro, el cuello, el pecho y  los brazos marcados para siempre. Ha tenido que soportar el dolor de las heridas, el raspado de tejidos de sus piernas para poder hacer los injertos y, hasta el momento,  siete operaciones para tratar de recuperar algo parecido a la normalidad. “Al comienzo no podía ni respirar porque el agua cayó adentro de la nariz y estaba todo como sancochado por dentro”, cuenta. “Ahora estoy mejorando, el doctor me ha dicho que todo va ir bien. Felizmente no le cayó casi nada de agua a mi hijita. Ella sí que no hubiera podido soportar”, dice y no puede evitar conmoverse.
Ella recuerda como si fuera  una película el momento en que abrió los ojos. “¿Qué me has hecho?, le dije. El me miró y se fue corriendo. Lo primero que hice fue quitarme la ropa y echarme agua fría en la cara”. Antes del ataque no hubo una discusión, fue más bien la página más negra de un historial de celos, amenazas, discusiones. “Las peleas eran cosa de todos los días. Pensaba que yo le era infiel, era el cuento de nunca acabar. Pero ese día, como era mi cumpleaños, quería pasarla tranquila. Yo no quería que me abrace ni quería tener nada con él. Era un irresponsable, no aportaba dinero a la casa, yo he tenido que trabajar hasta con barriga, yo era la que vestía a mis hijos. Ya quería separarme. Me amenazaba con que se iba a matar. Ya había pedido garantías para que no me haga nada. Tenía mis cosas listas para irme”, dice.
¿Y por qué esperaste tanto tiempo?, le pregunto.
“Es que mi papá no estaba de acuerdo en que me separara. Decían que si ya había elegido a  un hombre no podía dejarlo. Y mi pareja me decía que nadie me iba a mirar nunca más. Que si lo dejaba nadie me iba a querer. Solo cuando les conté lo que vivía y vieron las cicatrices en mi cabeza, aceptaron que me separe. Pero tuvo que pasar esto”, me dice y se mira las cicatrices aún frescas del ataque. Le quedan por delante más operaciones y una intensa terapia psicológica para poder sanar.  “Nunca me imaginé que él llegaría a  hacerme algo así. Ahora está preso en el penal, me han dicho.  Yo solo quiero mejorar rápido y  estar con mis hijos”. Tiene que volver a empezar y no es la única.

Eliam Ceras tiene 20 años y es de la selva. Pero fue en Lima que vino a encontrarse con la verdadera jungla y un depredador implacable: su pareja, Ronald Chumbe, le cortó el rostro con un pico de botella. Vivía con él desde hacía dos años y tiene un hijo de esa misma edad. De ese tiempo este es el balance según la propia muchacha: “Era todo puro maltrato, insultos. Me pegaba, pero nunca antes  lo hizo en la cara. Siempre era porque no quería que salga a visitar a mi familia, porque no le gustaba como me vestía. Tenía que andar con buzo y no quería que me arregle. Era muy celoso”. Ni siquiera durante el embarazo de su propio hijo se detuvo. “Cuando estaba con ocho meses de gestación, me empujó y me quiso atacar con un balón de gas. El huyó y mi mamá me tuvo que llevar a la emergencia” cuenta. Cuando el amor es una enfermedad, no hay remedio eficaz. “Yo lo cubría y decía que no me había hecho nada. Tenía moretones. A veces, cuando me besaba, me dejaba el labio sangrando. Cuando me preguntaban me ponía nerviosa, pero no decía nada. Tenía vergüenza y miedo. Cuando me pegaba solo me agachaba y lloraba”, dice. Intentó separarse pero las amenazas la hicieron regresar. “El me dijo: si no estás conmigo, te voy a dejar un recuerdo para que no te olvides de mí nunca. Yo no sabía a qué se refería. Regresé con él, pero todo seguía igual”.
El apoyo familiar que en estos casos puede marcar la diferencia es un bien esquivo para los que tienen que pensar en sobrevivir. “Tengo hermanos viviendo aquí pero todos tienen que trabajar, están ocupados, no podían ayudarme. A veces le contaba a mi hermana. Recién este año que él se fue a Trujillo a trabajar pude estar un poco tranquila pero luego dejó de mandarme plata para el bebe y lo denuncié por abandono de hogar”, recuerda. Cuando volvió también regresaron  las viejas rutinas. Entonces  Eliam dejó la casa que compartían y se fue a casa de su hermana.  Hasta ese día de setiembre. “Se apareció un domingo a las 10 de la noche un poco mareado. Lo amenacé con llamar a la policía pero igual se metió a la fuerza. Yo me alteré y  agarré el teléfono y salí a la calle para llamar al 105, él me jaloneó para meterme a la casa, me apretó el cuello. Agarró una botella y la rompió y dijo “de acá no sale nadie”. Yo me asusté porque no sabía qué iba a hacer. Vino hacia mí y yo traté de agacharme pero luego sentí la sangre y mi cara colgando. Salí corriendo”, dice. Fueron 49 puntos de sutura los que necesitó Eliam para zurcir su rostro. Y en la comisaría no le querían aceptar la denuncia porque no tenía su DNI en la mano. “Me acordaba el número y no podía hablar mucho porque seguía sangrando. Pero no quisieron”, recuerda con rabia.
Ahora dice no querer saber de ningún hombre nunca más y solo aspira a recuperar el rostro de niña precoz que alguna vez tuvo. “La ministra me prometió que me iba a ayudar para mis operaciones. Yo quiero ser la misma de antes y trabajar. Siento rabia por ese hombre. Cuando vino su hermana a pedirme disculpas y a rogarme para que no lo perjudique a él yo le dije que con una disculpa no me van a devolver mi cara de antes, mi vida de antes”, termina diciendo la joven.
Elizabeth Alanya cubre con maquillaje las huellas del traicionero ataque. Ya es capaz de sonreír de nuevo pero no olvida ni un solo detalle de lo que pasó la madrugada del 28 de julio del 2010 en el cuarto que habita de una quinta en el Rímac: su pareja, Julio Jaime Sal y Rosas, la despertó con un baño de agua hirviendo. Ahora lleva en sus brazos y el mentón  las marcas de la insania. “Estuve internada 35 días. Y ha pasado ya más de un año y yo sigo con mi tratamiento”, dice.
Tenían tan solo ocho meses de relación y para ella el final era un asunto de tiempo. El debió verlo venir y preparó su macabra venganza. “Llegó de la calle y me dijo que no había comido. Quería tallarines y puso agua a hervir. Pero nunca compró los fideos. Yo me quedé dormida y desperté cuando sentí que me quemaba el cuerpo”, recuerda Elizabeth.  Tras la embestida brutal, la huida. “Se fue corriendo y me dejó allí sola. Un conocido tuvo que llevarme a emergencia.”, dice.
Sal y Rosas fue el vecino que se convirtió en amigo y luego en pareja de esta mujer divorciada y madre de dos hijos. Elizabeth lo aceptó a pesar de que sabía que era un hombre extraño al que su familia jamás le tuvo confianza. Las diferencias ya la habían hecho pensar  en terminar con la convivencia. “Yo ya lo había dejado fuera de la casa varias veces pero él no se quería ir. Nunca le di llave de mi casa ni lo presentaba como mi marido. Eso le molestaba, creo. Hasta mi hermana le dijo que era mejor que nos diéramos un tiempo pero él dijo que no, que no quería dejarme”, recuerda y se reprocha haber sido confiada. La verdad es que la única violencia que Elizabeth recuerda de parte de aquel hombre  se dio casi cuatro meses antes: fue un “jalón frente a la gente” al que ella respondió con una denuncia policial. Se separaron después de eso pero un accidente doméstico y las atenciones del arrepentido la hicieron volver.  Nunca se imaginó un final semejante. “No creí que fuera capaz de algo así. El me llamó luego desde su encierro y me dijo que lo lamentaba mucho. Me dijo que no se imaginó el daño que causaría y que si de algo me servía que él estuviera pagando, pues lo aceptaba. Yo ya solo siento pena por él, pero igual quiero que cumpla con su castigo”. Ahora ella prefiere olvidar aunque su rostro la enfrente, diaria e inevitablemente, a su mala elección.
Todas estas historias encierran una lección: el machismo tiene vocación por el crimen; los celos infectados son una señal que hay que oír; los pobres diablos de alma desfigurada necesitan marcar (inutilizar socialmente) los rostros que no fueron capaces de retener.

viernes, 28 de octubre de 2011

Fátima Buntinx, una niña de película

Aunque sea el mismo rostro de mirada inquietante Fátima Buntinx no se parece mucho a Cayetana de los Heros, su personaje en la película Las Malas Intenciones. A la pequeña actriz no la atormentan la soledad ni sus conflictos familiares. Tampoco transmite la sutil malicia que caracteriza a la niña de la pantalla. En su casa de Chaclacayo quien aparece es una niña inquieta y conversadora, ingenua y curiosa.

 

 Hija de artistas y con un talento que parece fluir sin el menor esfuerzo, lo que más impresiona es su capacidad de cambiar los gestos de un momento a otro. ¿Quieres que haga el ojo de pulpo?”, me pregunta refiriéndose a una de las miradas claves de la película. “Es la que hago cuando me subo al carro y conozco a la nueva enamorada de mi papá”, me dice. Entonces se queda en silencio, desvía la mirada y de pronto ahí están esos ojos inyectados con una mezcla de rabia y maldad. Es capaz de repetir la escena varias veces, pero luego reconoce que eso la cansa.

“No es de sonreír  mucho”, me dice Zélida, la joven que cuida y acompaña a los hijos de la familia Buntinx Torres desde hace seis años.  Hace poco abandonó un casting porque querían hacerla reír a la fuerza. “Se me hace más fácil llorar”, me confirma Fátima. Pero no parece ser una niña triste. Esboza gestos animados cuando habla de sus mascotas, de sus amigas en el colegio. “Me gusta preparar galletas, postres. Lo hago cuando vienen mis amigas. También me gustan los animales. Tengo tres perros, tres loros, dos peces, una tortuga y un pollo. ¿Sabías que los animales cuando son muy bebitos se pueden morir de frío?”, pregunta.

Dice su padre Gustavo Buntinx, historiador y crítico de arte, que no estaba muy seguro de dejar que su hija actuara. Fátima tenía tan solo ocho años cuando empezó a filmar. Pero la historia y la calidad del guión lo convencieron. Y a la niña la idea la entusiasmó. “Quería saber cómo se sentía. Y sí, me gustó”, dice. Su parecido físico con el perfil del personaje de Cayetana le ayudó a conseguir su oportunidad. “Cuando fui a la prueba no sabía para qué película era. Al final, me eligieron y era la menor entre las que estaban compitiendo por el papel”, cuenta orgullosa.

Para lograr un lugar en la cinta en la que impresiona con su actuación la hicieron interpretar  algunas escenas, como en la que le canta a su tía Jimena, pero teniendo enfrente a muñecos de peluche. Las grabaciones fueron algo más complicado. “Al comienzo me sentía muy cansada, pero no me arrepentí de haber aceptado. Sí haría otra película, pero no una telenovela. No me gustan, allí todo es muy exagerado”, dice. Con la frescura de sus 10 años dice que la producción de la película premiaba cada escena cargada de emociones y llanto con una reparadora dosis de helado. “El helado es mi pasión”, dice. Esta vez sonríe sin malicia.

No hay atisbo de Cayetana en ella, ni rastro de los conflictos familiares que colocan a ésta en el umbral del abandono. Acurrucada en brazos de su madre, Susana Torres, artista plástica que participó como directora de arte en la película, Fátima luce serena y  se aleja de la imagen de su torturado personaje. Su madre se encarga de minimizarle los sinsabores. Como el de hace unos días, cuando no le dejaron entrar a una sala de cine a ver su propia actuación. “No me molesté. Me dio risa más bien. Mi mamá me llevó a pasear. Todo porque en el cine dijeron que no podía entrar porque yo era muy chica y la película era muy violenta.  Eso no es cierto. Hay unas donde hay sangre y muertos, pero en la mía no. Esta es una película buena. Es raro porque en Alemania la vieron muchos niños”, dice recordando el viaje que hizo al Festival de Berlín en febrero de este año.
Habla de la película con seriedad profesional, aunque no parece entender del todo la profundidad de su personaje. “La escena que más me gustó es la del cuy. Cuando se supone que lo dejo libre para que escape pero se regresa”, dice. De los héroes nacionales que pueblan las fantasías de Cayetana,  Fátima tampoco sabe mucho. “No me enseñaron  eso en el colegio. Recién estoy en cuarto grado. Para filmar me dieron unos resúmenes y los aprendí de memoria. Hasta ahora me acuerdo del de Túpac Amaru”, dice y empieza a recitarlo. Lo que más le costó fue hacer la escena en la que tuvo que decir que odia a su mamá. Con su padre tampoco vive los conflictos que padece Cayetana. “Mi papá en la noche me cuenta cuentos. Ahora estamos leyendo El Principito, pero aún no lo terminamos”, dice.

En la libertad de su casa en Chaclacayo corre, patina y bromea con sus empleadas. Su habitación está plagada de peluches, fotos familiares, un enorme retrato suyo y una cama adicional donde duerme una de las amas que la cuida. A diferencia de su personaje, que vive  preocupado  por no volverse invisible, Fátima centra la atención en su casa y  cuida a su hermano pequeño. “Yo era la más cuidada porque era la más chiquita, luego vino Santiago y me puse medio celosita, pero tampoco quería taparle la nariz ni nada de eso. Yo ya tenía un pequeño plan. Intentar quedarme más tiempo que el, ese era su castigo. Pero al final, cuando creció, fue divertido”, dice. Ahora lo escucha con paciencia y lo mira con dulzura.  “Ella adora a su hermanito, son muy compañeros”, dice su mamá.

Cuando le pregunto por las escenas más perturbadoras de la película, ella parece no tenerlas registradas con esa carga emocional. “Cuando hicimos la escena con el bebito, yo no le estaba tapando la  nariz de verdad, me dijeron que lo hiciera con cuidado y ya. Igual cuando hicimos la escena en la que yo lloro porque se murió Isaac, el chofer, fue la última de la película y cuando terminamos dije: ya listo, ¿vamos a comer?, cuenta. Tampoco le impresionó la escena de los perros colgados. “Cuando vi esa escena no estaba tan preocupada porque sabía que estaban vivos. Yo pregunté y me dijeron que les pusieron unos hilos invisibles y había veterinarios cerca. Ningún animal murió para hacer la película, ni el pajarito, que era uno disecado”.

Dice que lee todo lo que cae a sus manos, no le gusta hablar de sus notas en el colegio  y aún cree en Papa Noel. “Muchos dicen que no existe y que son los padres los que regalan, pero yo sí creo. El año pasado hubo un apagón y yo estaba con mi familia y arriba sonó un golpe y,  luego de unos minutos, sonó el timbre y allí afuera estaba la bicicleta que yo había pedido”, recuerda.

Con la misma calma con la que acepta flashes, preguntas y autógrafos, responde que no ha pensado en lo que va a hacer después. “Se me hace un lío. A veces creo que quiero ser cocinera, otras patinadora o actriz. También pienso que algún día dije voy a tener cuatro trabajos. Pero mi mamá me dijo si me despiden de todos no tendré cómo mantenerme. Todavía sigo pensando”, dice. Entonces, abandona la conversación, pregunta si ya es hora de ir a ver al pollo que tiene por mascota, se sube a la llanta que hace de columpio en su jardín y da vueltas en ella. Es una niña.