viernes, 25 de noviembre de 2011

Las heridas del machismo

En las semana de la no violencia contra la mujer, algunos testimonios escalofriantes de víctimas de agresión. Cuando el enemigo duerme al lado,las consecuencias son algo más que cicatrices en el cuerpo.

Angélica se despertó sintiendo la quemazón en su rostro. Era el agua hirviendo cayendo y chamuscándolo todo. Era su conviviente cumpliendo con su amenaza. “De este cumpleaños no te vas a olvidar” le había dicho la noche anterior, durante la celebración familiar en la misma casa de Villa María del Triunfo donde el horror se desató. Entonces, muy temprano por la mañana, mientras ella dormía al lado de uno de sus hijos, tomó un hervidor eléctrico lleno de agua y se lo roció. Fue el golpe final, la venganza consumada de un marido acostumbrado a  imponer su brutalidad.
Angélica lo conoció a los 14 años y se fue a vivir con él cuando ni siquiera había cumplido la mayoría de edad. Tenía 17 años y estaba embarazada. Y el martirio empezó pronto: empujones, gritos, golpes. “Me tiraba puñetes,  tengo varias marcas en mi cabeza. Pero nunca le decía nada a nadie”, dice desde su cama del Hospital Arzobispo Loayza. Ahí estuvo desde que todo sucedió el pasado 03 de octubre y han tenido que pasar 50 días para que pueda recuperarse y ser dada de alta.
Ahora, con  32 años y cuatro hijos, está condenada a recordar a  Aquiles Quispe cada vez  que se mire al espejo: tiene el 25% de su cuerpo con quemaduras de primer y segundo grado: el rostro, el cuello, el pecho y  los brazos marcados para siempre. Ha tenido que soportar el dolor de las heridas, el raspado de tejidos de sus piernas para poder hacer los injertos y, hasta el momento,  siete operaciones para tratar de recuperar algo parecido a la normalidad. “Al comienzo no podía ni respirar porque el agua cayó adentro de la nariz y estaba todo como sancochado por dentro”, cuenta. “Ahora estoy mejorando, el doctor me ha dicho que todo va ir bien. Felizmente no le cayó casi nada de agua a mi hijita. Ella sí que no hubiera podido soportar”, dice y no puede evitar conmoverse.
Ella recuerda como si fuera  una película el momento en que abrió los ojos. “¿Qué me has hecho?, le dije. El me miró y se fue corriendo. Lo primero que hice fue quitarme la ropa y echarme agua fría en la cara”. Antes del ataque no hubo una discusión, fue más bien la página más negra de un historial de celos, amenazas, discusiones. “Las peleas eran cosa de todos los días. Pensaba que yo le era infiel, era el cuento de nunca acabar. Pero ese día, como era mi cumpleaños, quería pasarla tranquila. Yo no quería que me abrace ni quería tener nada con él. Era un irresponsable, no aportaba dinero a la casa, yo he tenido que trabajar hasta con barriga, yo era la que vestía a mis hijos. Ya quería separarme. Me amenazaba con que se iba a matar. Ya había pedido garantías para que no me haga nada. Tenía mis cosas listas para irme”, dice.
¿Y por qué esperaste tanto tiempo?, le pregunto.
“Es que mi papá no estaba de acuerdo en que me separara. Decían que si ya había elegido a  un hombre no podía dejarlo. Y mi pareja me decía que nadie me iba a mirar nunca más. Que si lo dejaba nadie me iba a querer. Solo cuando les conté lo que vivía y vieron las cicatrices en mi cabeza, aceptaron que me separe. Pero tuvo que pasar esto”, me dice y se mira las cicatrices aún frescas del ataque. Le quedan por delante más operaciones y una intensa terapia psicológica para poder sanar.  “Nunca me imaginé que él llegaría a  hacerme algo así. Ahora está preso en el penal, me han dicho.  Yo solo quiero mejorar rápido y  estar con mis hijos”. Tiene que volver a empezar y no es la única.

Eliam Ceras tiene 20 años y es de la selva. Pero fue en Lima que vino a encontrarse con la verdadera jungla y un depredador implacable: su pareja, Ronald Chumbe, le cortó el rostro con un pico de botella. Vivía con él desde hacía dos años y tiene un hijo de esa misma edad. De ese tiempo este es el balance según la propia muchacha: “Era todo puro maltrato, insultos. Me pegaba, pero nunca antes  lo hizo en la cara. Siempre era porque no quería que salga a visitar a mi familia, porque no le gustaba como me vestía. Tenía que andar con buzo y no quería que me arregle. Era muy celoso”. Ni siquiera durante el embarazo de su propio hijo se detuvo. “Cuando estaba con ocho meses de gestación, me empujó y me quiso atacar con un balón de gas. El huyó y mi mamá me tuvo que llevar a la emergencia” cuenta. Cuando el amor es una enfermedad, no hay remedio eficaz. “Yo lo cubría y decía que no me había hecho nada. Tenía moretones. A veces, cuando me besaba, me dejaba el labio sangrando. Cuando me preguntaban me ponía nerviosa, pero no decía nada. Tenía vergüenza y miedo. Cuando me pegaba solo me agachaba y lloraba”, dice. Intentó separarse pero las amenazas la hicieron regresar. “El me dijo: si no estás conmigo, te voy a dejar un recuerdo para que no te olvides de mí nunca. Yo no sabía a qué se refería. Regresé con él, pero todo seguía igual”.
El apoyo familiar que en estos casos puede marcar la diferencia es un bien esquivo para los que tienen que pensar en sobrevivir. “Tengo hermanos viviendo aquí pero todos tienen que trabajar, están ocupados, no podían ayudarme. A veces le contaba a mi hermana. Recién este año que él se fue a Trujillo a trabajar pude estar un poco tranquila pero luego dejó de mandarme plata para el bebe y lo denuncié por abandono de hogar”, recuerda. Cuando volvió también regresaron  las viejas rutinas. Entonces  Eliam dejó la casa que compartían y se fue a casa de su hermana.  Hasta ese día de setiembre. “Se apareció un domingo a las 10 de la noche un poco mareado. Lo amenacé con llamar a la policía pero igual se metió a la fuerza. Yo me alteré y  agarré el teléfono y salí a la calle para llamar al 105, él me jaloneó para meterme a la casa, me apretó el cuello. Agarró una botella y la rompió y dijo “de acá no sale nadie”. Yo me asusté porque no sabía qué iba a hacer. Vino hacia mí y yo traté de agacharme pero luego sentí la sangre y mi cara colgando. Salí corriendo”, dice. Fueron 49 puntos de sutura los que necesitó Eliam para zurcir su rostro. Y en la comisaría no le querían aceptar la denuncia porque no tenía su DNI en la mano. “Me acordaba el número y no podía hablar mucho porque seguía sangrando. Pero no quisieron”, recuerda con rabia.
Ahora dice no querer saber de ningún hombre nunca más y solo aspira a recuperar el rostro de niña precoz que alguna vez tuvo. “La ministra me prometió que me iba a ayudar para mis operaciones. Yo quiero ser la misma de antes y trabajar. Siento rabia por ese hombre. Cuando vino su hermana a pedirme disculpas y a rogarme para que no lo perjudique a él yo le dije que con una disculpa no me van a devolver mi cara de antes, mi vida de antes”, termina diciendo la joven.
Elizabeth Alanya cubre con maquillaje las huellas del traicionero ataque. Ya es capaz de sonreír de nuevo pero no olvida ni un solo detalle de lo que pasó la madrugada del 28 de julio del 2010 en el cuarto que habita de una quinta en el Rímac: su pareja, Julio Jaime Sal y Rosas, la despertó con un baño de agua hirviendo. Ahora lleva en sus brazos y el mentón  las marcas de la insania. “Estuve internada 35 días. Y ha pasado ya más de un año y yo sigo con mi tratamiento”, dice.
Tenían tan solo ocho meses de relación y para ella el final era un asunto de tiempo. El debió verlo venir y preparó su macabra venganza. “Llegó de la calle y me dijo que no había comido. Quería tallarines y puso agua a hervir. Pero nunca compró los fideos. Yo me quedé dormida y desperté cuando sentí que me quemaba el cuerpo”, recuerda Elizabeth.  Tras la embestida brutal, la huida. “Se fue corriendo y me dejó allí sola. Un conocido tuvo que llevarme a emergencia.”, dice.
Sal y Rosas fue el vecino que se convirtió en amigo y luego en pareja de esta mujer divorciada y madre de dos hijos. Elizabeth lo aceptó a pesar de que sabía que era un hombre extraño al que su familia jamás le tuvo confianza. Las diferencias ya la habían hecho pensar  en terminar con la convivencia. “Yo ya lo había dejado fuera de la casa varias veces pero él no se quería ir. Nunca le di llave de mi casa ni lo presentaba como mi marido. Eso le molestaba, creo. Hasta mi hermana le dijo que era mejor que nos diéramos un tiempo pero él dijo que no, que no quería dejarme”, recuerda y se reprocha haber sido confiada. La verdad es que la única violencia que Elizabeth recuerda de parte de aquel hombre  se dio casi cuatro meses antes: fue un “jalón frente a la gente” al que ella respondió con una denuncia policial. Se separaron después de eso pero un accidente doméstico y las atenciones del arrepentido la hicieron volver.  Nunca se imaginó un final semejante. “No creí que fuera capaz de algo así. El me llamó luego desde su encierro y me dijo que lo lamentaba mucho. Me dijo que no se imaginó el daño que causaría y que si de algo me servía que él estuviera pagando, pues lo aceptaba. Yo ya solo siento pena por él, pero igual quiero que cumpla con su castigo”. Ahora ella prefiere olvidar aunque su rostro la enfrente, diaria e inevitablemente, a su mala elección.
Todas estas historias encierran una lección: el machismo tiene vocación por el crimen; los celos infectados son una señal que hay que oír; los pobres diablos de alma desfigurada necesitan marcar (inutilizar socialmente) los rostros que no fueron capaces de retener.

viernes, 28 de octubre de 2011

Fátima Buntinx, una niña de película

Aunque sea el mismo rostro de mirada inquietante Fátima Buntinx no se parece mucho a Cayetana de los Heros, su personaje en la película Las Malas Intenciones. A la pequeña actriz no la atormentan la soledad ni sus conflictos familiares. Tampoco transmite la sutil malicia que caracteriza a la niña de la pantalla. En su casa de Chaclacayo quien aparece es una niña inquieta y conversadora, ingenua y curiosa.

 

 Hija de artistas y con un talento que parece fluir sin el menor esfuerzo, lo que más impresiona es su capacidad de cambiar los gestos de un momento a otro. ¿Quieres que haga el ojo de pulpo?”, me pregunta refiriéndose a una de las miradas claves de la película. “Es la que hago cuando me subo al carro y conozco a la nueva enamorada de mi papá”, me dice. Entonces se queda en silencio, desvía la mirada y de pronto ahí están esos ojos inyectados con una mezcla de rabia y maldad. Es capaz de repetir la escena varias veces, pero luego reconoce que eso la cansa.

“No es de sonreír  mucho”, me dice Zélida, la joven que cuida y acompaña a los hijos de la familia Buntinx Torres desde hace seis años.  Hace poco abandonó un casting porque querían hacerla reír a la fuerza. “Se me hace más fácil llorar”, me confirma Fátima. Pero no parece ser una niña triste. Esboza gestos animados cuando habla de sus mascotas, de sus amigas en el colegio. “Me gusta preparar galletas, postres. Lo hago cuando vienen mis amigas. También me gustan los animales. Tengo tres perros, tres loros, dos peces, una tortuga y un pollo. ¿Sabías que los animales cuando son muy bebitos se pueden morir de frío?”, pregunta.

Dice su padre Gustavo Buntinx, historiador y crítico de arte, que no estaba muy seguro de dejar que su hija actuara. Fátima tenía tan solo ocho años cuando empezó a filmar. Pero la historia y la calidad del guión lo convencieron. Y a la niña la idea la entusiasmó. “Quería saber cómo se sentía. Y sí, me gustó”, dice. Su parecido físico con el perfil del personaje de Cayetana le ayudó a conseguir su oportunidad. “Cuando fui a la prueba no sabía para qué película era. Al final, me eligieron y era la menor entre las que estaban compitiendo por el papel”, cuenta orgullosa.

Para lograr un lugar en la cinta en la que impresiona con su actuación la hicieron interpretar  algunas escenas, como en la que le canta a su tía Jimena, pero teniendo enfrente a muñecos de peluche. Las grabaciones fueron algo más complicado. “Al comienzo me sentía muy cansada, pero no me arrepentí de haber aceptado. Sí haría otra película, pero no una telenovela. No me gustan, allí todo es muy exagerado”, dice. Con la frescura de sus 10 años dice que la producción de la película premiaba cada escena cargada de emociones y llanto con una reparadora dosis de helado. “El helado es mi pasión”, dice. Esta vez sonríe sin malicia.

No hay atisbo de Cayetana en ella, ni rastro de los conflictos familiares que colocan a ésta en el umbral del abandono. Acurrucada en brazos de su madre, Susana Torres, artista plástica que participó como directora de arte en la película, Fátima luce serena y  se aleja de la imagen de su torturado personaje. Su madre se encarga de minimizarle los sinsabores. Como el de hace unos días, cuando no le dejaron entrar a una sala de cine a ver su propia actuación. “No me molesté. Me dio risa más bien. Mi mamá me llevó a pasear. Todo porque en el cine dijeron que no podía entrar porque yo era muy chica y la película era muy violenta.  Eso no es cierto. Hay unas donde hay sangre y muertos, pero en la mía no. Esta es una película buena. Es raro porque en Alemania la vieron muchos niños”, dice recordando el viaje que hizo al Festival de Berlín en febrero de este año.
Habla de la película con seriedad profesional, aunque no parece entender del todo la profundidad de su personaje. “La escena que más me gustó es la del cuy. Cuando se supone que lo dejo libre para que escape pero se regresa”, dice. De los héroes nacionales que pueblan las fantasías de Cayetana,  Fátima tampoco sabe mucho. “No me enseñaron  eso en el colegio. Recién estoy en cuarto grado. Para filmar me dieron unos resúmenes y los aprendí de memoria. Hasta ahora me acuerdo del de Túpac Amaru”, dice y empieza a recitarlo. Lo que más le costó fue hacer la escena en la que tuvo que decir que odia a su mamá. Con su padre tampoco vive los conflictos que padece Cayetana. “Mi papá en la noche me cuenta cuentos. Ahora estamos leyendo El Principito, pero aún no lo terminamos”, dice.

En la libertad de su casa en Chaclacayo corre, patina y bromea con sus empleadas. Su habitación está plagada de peluches, fotos familiares, un enorme retrato suyo y una cama adicional donde duerme una de las amas que la cuida. A diferencia de su personaje, que vive  preocupado  por no volverse invisible, Fátima centra la atención en su casa y  cuida a su hermano pequeño. “Yo era la más cuidada porque era la más chiquita, luego vino Santiago y me puse medio celosita, pero tampoco quería taparle la nariz ni nada de eso. Yo ya tenía un pequeño plan. Intentar quedarme más tiempo que el, ese era su castigo. Pero al final, cuando creció, fue divertido”, dice. Ahora lo escucha con paciencia y lo mira con dulzura.  “Ella adora a su hermanito, son muy compañeros”, dice su mamá.

Cuando le pregunto por las escenas más perturbadoras de la película, ella parece no tenerlas registradas con esa carga emocional. “Cuando hicimos la escena con el bebito, yo no le estaba tapando la  nariz de verdad, me dijeron que lo hiciera con cuidado y ya. Igual cuando hicimos la escena en la que yo lloro porque se murió Isaac, el chofer, fue la última de la película y cuando terminamos dije: ya listo, ¿vamos a comer?, cuenta. Tampoco le impresionó la escena de los perros colgados. “Cuando vi esa escena no estaba tan preocupada porque sabía que estaban vivos. Yo pregunté y me dijeron que les pusieron unos hilos invisibles y había veterinarios cerca. Ningún animal murió para hacer la película, ni el pajarito, que era uno disecado”.

Dice que lee todo lo que cae a sus manos, no le gusta hablar de sus notas en el colegio  y aún cree en Papa Noel. “Muchos dicen que no existe y que son los padres los que regalan, pero yo sí creo. El año pasado hubo un apagón y yo estaba con mi familia y arriba sonó un golpe y,  luego de unos minutos, sonó el timbre y allí afuera estaba la bicicleta que yo había pedido”, recuerda.

Con la misma calma con la que acepta flashes, preguntas y autógrafos, responde que no ha pensado en lo que va a hacer después. “Se me hace un lío. A veces creo que quiero ser cocinera, otras patinadora o actriz. También pienso que algún día dije voy a tener cuatro trabajos. Pero mi mamá me dijo si me despiden de todos no tendré cómo mantenerme. Todavía sigo pensando”, dice. Entonces, abandona la conversación, pregunta si ya es hora de ir a ver al pollo que tiene por mascota, se sube a la llanta que hace de columpio en su jardín y da vueltas en ella. Es una niña.

viernes, 7 de octubre de 2011

Vidas marcadas...la tarea de la reconstrucción

La hondura de las heridas psíquicas de una mujer violada es previsiblemente inmensa. Sin embargo, siempre es posible sanar, emerger del infierno de  la humillación y la culpa. ¿Cuál es el proceso y cómo se  logra  recomenzar?                                
                                                 
No solo  un cuerpo invadido sino  un alma irremediablemente marcada. Ese es balance al que hace frente una mujer violada. Algunas víctimas quieren morir, otras intentan engavetar el recuerdo, pero un pensamiento recurrente las asalta de día, de noche. Es difícil hablar de eso, pero más todavía poder olvidar. El camino de regreso a una vida plena es sinuoso y esquivo  pero no imposible de transitar.
¿Cómo se logra hacer reingeniería del alma? Toda posibilidad de recuperación pasa por aceptar y procesar el hecho, algo a lo que la mayoría no está dispuesta. Al inicio es difícil hasta verbalizarlo. Según los terapeutas, salir de esa crisis inicial y del aislamiento social puede tomar entre tres y seis meses. Lo único que importa al inicio es librarse del infierno del estrés post traumático: la angustia, el insomnio, las pesadillas, el miedo constante, la depresión como respuesta a esa agresión.  Las víctimas de una violación sueñan, además, con lo imposible: olvidar, borrar lo sucedido.
Si hay algo que uniformiza a las víctimas de violación en medio de sus diferencias es  la sensación de culpabilidad. “Tienen mucha vergüenza, se sienten sucias  y creen que todos se van a dar cuenta de lo que les pasó”, dice Adriana Fernández, psicóloga clínica e investigadora de la PUCP. “Lo que sucede es que esa idea es la proyección que hacen ellas de cómo se ven a sí mismas”, agrega la especialista que atendió durante  tres años a víctimas de violencia sexual  a través de una red de ayuda.
También hay algunos testimonios que salen de lo común y  dan cuenta de la complejidad de la situación. “En uno de los casos que traté, luego de varios meses de terapia,  la víctima llegó a confesarme que  pudo haber tenido una sensación en la violación, porque son terminaciones nerviosas. No sabía si llamarlo orgasmo, que ya es demasiado,  pero sí una sensación que la confundía mucho y la hacía sentirse más culpable. Es muy raro pero puede suceder”, dice la psicoterapeuta psicoanalítica Jenny Loret de Fernández, del Centro de Atención Psicosocial (CAPS).
A veces, el episodio de abuso puede ser un descubrimiento accidental  en medio de una sesión de análisis. Un recuerdo encapsulado que al salir a la conciencia termina  por explicar una larga historia de síntomas y dificultades emocionales. El siquiatra y psicoanalista Alberto Péndola ha tratado este tipo de situaciones. “En determinados acercamientos sexuales, la mujer se pone  tensa, rígida y frígida. Ella  no sabe por qué, el recuerdo está reprimido. Luego de recuperar el recuerdo las mujeres son capaces de hacer conexiones entres sus síntomas y finalmente hacen conexiones entre su vida actual y las situaciones pasadas. Muchas cosas toman sentido, como por ejemplo, el rechazo a ciertas cercanías, la frialdad de sus actitudes”.
Pero las heridas que deja una agresión tan brutal van más allá de esos síntomas.  La violación es un hecho que rompe la continuidad de la historia de vida de una persona. “Las mujeres violadas tienen una seria incapacidad de reconocer sus recursos y poder nuevamente armar un proyecto de vida con sueños, con anhelos. La identidad está muy dañada porque queda la sensación de que ser mujer no es algo bueno, que  si hubieran sido hombres no les habría pasado nada”, dice Clarisa Ocaña, psicoterapeuta de DEMUS.  Amistarse con ellas mismas y con el entorno es una tarea complicada. “Lo más importante es que la persona pueda hablar con confianza sobre lo que pasó pero no solo centrarse en ese hecho, sino poder recuperar el antes. De lo contrario,  es como que la vida quedara trunca y las cosas hubieran empezado con la vivencia traumática. Se tiene que integrar a la persona que fue antes con la que es ahora”, dice  Loret.
Y si la embestida viene de casa el asunto es más difícil de sobrellevar. “No es lo mismo que te viole una persona cercana que un desconocido. La violación por parte de una persona con la que tienes algún vínculo previo te impacta a muchos más niveles, se afectan los lazos de confianza, porque ahí la persona que debería cuidar es la que termina agrediendo y utilizando el vínculo de manera perversa. Eso, sobre todo en el caso de niños y adolescentes desestructura la identidad de la víctima”, dice Clarisa Ocaña.
Padres violando hijas y, en el peor de los casos, las familias encubriendo el delito y minimizando los llamados de auxilio de las abusadas, son agravantes de pesadilla. “La falta de apoyo familiar lo que genera  es una auto percepción mucho más desvalorizada y refuerza la sensación de culpabilidad”, dice Fernández, que en una investigación realizada entre 16 mujeres violadas, descubrió que 13 de ellas no habían recibido apoyo de su entorno más cercano.
Ningún esquema mental está preparado para soportar una arremetida de este calibre y quedar indemne.  “Quien ha sufrido una violación, entre otras dificultades, va a tener  seguramente dificultad para tener relaciones sexuales o puede irse al otro extremo y, negando lo que le pasó, vivir de manera promiscua.”, dice el psiquiatra y psicoanalista Alberto Péndola.  La recuperación a través de la terapia tiene un objetivo concreto según la psicoterapeuta Jenny Loret: “Las pacientes pueden lograr  nuevamente placer. Deben llegar a diferenciar ese evento, que es sólo una situación de dominio,  de lo que verdaderamente es la sexualidad. Es cierto que, al inicio, la cercanía de otro cuerpo  puede producir un “flashback”, que es el regreso a la escena traumática. Pero a  través de la terapia y con ayuda de la pareja logran hacer  la diferenciación entre el agresor y la persona con la que  comparte no solo la sexualidad como acto sino todo lo que involucra la intimidad”.
La reacción de una mujer violada, en lo que se refiere a las relaciones de pareja, tiene varios matices. Mientras algunas optarán por evitar los lazos afectivos, otras elegirán pareja para sentirse protegidas pero no serán capaces de disfrutar de la misma manera. “El temor a las relaciones sexuales puede durar años. Es así como se protegen del trauma. La terapia es necesaria para replantear su posición frente a los hombres”, dice Ocaña. Las relaciones interpersonales y su mundo interno quedan a veces irremediablemente lastimadas.
Y cuando  el resultado de la violación incluye también un embarazo forzado el terremoto emocional es aún mayor. Un ejemplo esclarecedor es el que recuerda Adriana Fernández con una de las mujeres abusadas que incluyó en su investigación. “Me impresiono mucho una mujer que yo visité en su casa y que había tenido un hijo producto de la violación. El bebé no tenía más de tres meses y  lloró durante toda la entrevista mientras  la madre ni  se inmutaba, no hizo nada cuando le hablé de ese llanto. Parecía que intentaba negar la presencia del hijo.  Tuvo que salir su hermanita pequeña a calmarlo”, relata.
No hay plazos fijos ni recuperaciones aseguradas. Cada mujer tiene su propia solución y sus propios plazos de curación. Lo cierto es que siempre va a quedar la marca. “Que quede cicatrizada de la mejor manera no significa que desaparezca y, si desaparece, no está bien. El “Ya no me acuerdo o ya no me interesa”, no es una reacción normal. Lo normal es procesarlo  y recordarlo desde otra perspectiva”, dice el psiquiatra Alberto Péndola.
No hay recetas universales, solo la leve promesa de que la resiliencia puede ser más que sólo un concepto.  “Hay que tratar de integrar el evento violento a la vida y elaborarlo de modo que genere una nueva mujer. Aquello que pasó queda como una experiencia dolorosa pero no como la determinante de su vida futura. Puede recomponerse y ser feliz. La vida es más que todo eso”, dice Loret.  Sería bueno poder creer que es posible.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Deysi Cori, del arenal a la gloria

                                                                                                                                                            

Deisy Cori Tello forma parte de esa especie de cofradía de mentes privilegiadas que libran verdaderas guerras sobre un tablero. Sin embargo, fuera de ese, su campo de batalla, es   simplemente una jovencita de 18 años. Tiene las  uñas pintadas de azul y un discurso simple en el que difícilmente se puede reconocer a una agresiva y, de momento, imbatible campeona mundial de ajedrez.

Aunque no le agrade mucho hablar de ella misma, la joven Maestra internacional parece haber adquirido oficio para afrontar entrevistas. Tan familiarizada está con la rutina de la prensa que sale a recibirnos con un tablero en la mano y pregunta dónde tiene que colocarse para la foto. Pareciera que se trata de un trámite con el que desea terminar pronto.
 Viste jeans y una casaca blanca que lleva bordados los nombres de sus auspiciadores.  Dice que hoy está buen humor. Si no fuera así, las respuestas serían lacónicas. Esta vez hasta se anima a dejar salir a la adolescente coqueta que el ajedrez no le deja ser a tiempo completo: se cambia en varias ocasiones de atuendo y posa para las fotos.
Admira a Gary Kasparov, ha jugado con Alexandra Kosteniuk  y dice que, antes de empezar con el ajedrez, soñaba  con ser presidente. Eso es lo que le han contado sus padres. Ahora ya no concibe su vida sin un tablero al frente. Dedica  casi 8 horas al día a perfeccionarse en ese mundo al que ingresó  hace  diez años. “Mis amigos son del ajedrez y con ellos siempre me divertí más porque al colegio falté muchos días. No me gustaba ir mucho a clases en la secundaria. Prefería tener clases particulares.”, confiesa.  
No tiene las excentricidades de Bobby Fischer ni la gélida genialidad de los grandes maestros rusos.  Su mayor rareza es dibujar iglesias rusas  y escuchar la música de ese país. Dice que no quiere pensar en el  futuro porque le da miedo. También le atemoriza caminar sola por la calle. “Mi hermano dice que soy una inmadura”, confiesa y sonríe nerviosamente.
 Las referencias sobre su familia están siempre presentes en su conversación. Sobre todo la figura de su padre, Jorge Cori, que fue quien le enseñó los primeros movimientos en el tablero cuando Deysi tenía sólo ocho años. “Yo le pregunté a mi papá cómo hubiera sido mi vida si no hubiese estado en el ajedrez. Quería saber  qué tenía planeado para mí y me dijo que en ese caso desde primero de secundaria tendría que haber estado preparándome para postular a la universidad. Ahora estaría en desventaja si tuviera  que postular, así como los demás estarían si entraran a competir en ajedrez. No me siento confiada. Siento miedo de eso, más bien.”, dice mirando sus manos. “Muchos me admiran, pero yo creo que ir a la universidad no es tan fácil. Mi papá me ha dicho que hay que estudiar muchas horas y no hay tiempo para descansar. En cambio, esta vida ya la conozco”, dice.  
Pero, ¿qué es lo que ha hecho de Deysi Cori ese prodigio del ajedrez? Según el  neurólogo Marco Zuñiga, el componente genético es el punto de partida  pero no único que importa al momento de definir el talento de un jugador de ajedrez: algunos estudios científicos han determinado que el factor que explica mejor el desempeño ajedrecístico es el número de horas de práctica. “Definitivamente los grandes maestros del ajedrez tienen una red neuronal  y electroquímica de óptima calidad, pero también es cierto que el factor social es muy importante”, dice el especialista. Se refiere a los aspectos motivacionales, afectivos y de conocimiento. Es allí donde el papel de los padres  de Cori se  convirtió en decisivo. “Sin mis padres no sería nada”, me dice muy segura. “Me he perdido muchas cosas por el ajedrez. Pero sabía que tenía que hacerlo. Al principio eso me molestaba pero ahora entiendo que sin  eso  no hubiera podido ser campeona”, reconoce.
Ella, que para jugar al ajedrez ha debido desarrollar sus habilidades  anticipatorias, de memoria y de aprendizaje de una manera excepcional, se siente insegura de afrontar  algo diferente.  “Hay una activación de varios módulos cerebrales interconectados del neocórtex, pero no es posible localizar específicamente un área del cerebro para inteligencia lógica y espacial, que es la que ellos, los ajedrecistas,  tienen más desarrollada. En realidad es una actividad de múltiples áreas”, dice el doctor Zuñiga. Están involucradas, según los estudios científicos, el área pre frontal, la zona temporal anterior y fronto basal, y la sección parietotemporooccipital.
A Deysi  nunca le gustaron las matemáticas y, aunque de pequeña prefería los cursos de letras, ahora no es una lectora asidua. “Me gustó el libro Mi planta Naranja Lima y las Tradiciones Peruanas, de Ricardo Palma, pero la verdad no  me puedo pasar mucho tiempo leyendo”, dice. El deporte, tan recomendado para canalizar la tensión de la competencia y mejorar el desempeño en sus partidas, tampoco es algo habitual en ella. “Cuando llegas a un nivel alto necesitas hacer alguna actividad física porque las partidas duran mucho.  Normalmente no lo hago, pero de vez en cuando juego fútbol y antes mi papá me sacaba a correr, pero a mí no me gustaba. Yo también lo recomiendo, pero hacerlo me da pereza”, dice y vuelve a reír.
Solo cuando se trata de pensar en las partidas de  ajedrez es exigente consigo misma. “A veces me sorprendo de lo mal que puedo jugar en algunos torneos. Antes de ser campeona mundial, si jugaba mal me criticaba mucho. Además cuando llegas a un determinado nivel las personas también esperan que tengas un buen resultado”. Y la presión no es solo del gran público. “Cuando no nos iba  bien en  los torneos, a mi hermano y a mí, mi papá a veces nos decía que  quizás deberíamos dejar el ajedrez.”, dice.
Quieta diversión
Aunque ahora pasa una temporada en Buenos Aires para entrenarse  y preparar los próximos torneos internacionales, el camino de Deysi Cori empieza en un arenal en Villa el Salvador. Allí creció en una pequeña casa que empezó siendo de esteras y terminó de material noble gracias al talento de los Cori Tello. Catalina y Jorge, los padres de la ajedrecista, han moldeado y acompañado el talento de su primogénita y de su otro hijo, Jorge, también un virtuoso del tablero.   El padre sigue siendo una figura muy importante a la hora de tomar decisiones. Deysi repite constantemente: “mi papá dice…”. “mi papá me ha contado…”.Cuando le hablo de su mamá, en cambio, no parece haber demasiada conexión. La menciona casi con desgano. “Ah sí. Es que últimamente  he estado viajando más con mi papá. Mi mamá es más estricta. Ella está con mi hermano en Argentina”, dice. Y no le regala ningún comentario extra con dosis de nostalgia. Sus profesoras de primaria del colegio nacional Aristóteles nº 1972, en San Juan de Miraflores, me comentarán después que era el padre y no su madre la presencia siempre constante a su lado.  “Deysi era una niña muy noble y responsable. Cuidaba mucho a su hermano.  Su gran motivación en el ajedrez viene de su padre, que estaba siempre muy pendiente. Era él quien venía y se preocupaba de los detalles, hasta en las actuaciones”, recuerda Liliana Téllez la maestra de primer y segundo grado de la joven.  “Eran de condición muy modesta. Recuerdo a Deysi en sus primeras participaciones en torneos de ajedrez  distritales, todos iban con ropa nueva y ella solo usaba su uniforme escolar”, recuerda Isabel Salas, otra de sus antiguas maestras.
A pesar de su discurso aparentemente maduro y el brillo de su juego, en la vida cotidiana Deysi  es una niña que escucha reggaetón, usa el  facebook, cuida a su gato  y hasta se sonroja cuando se le habla de chicos. “No me he enamorado pero sí me ha gustado mucho un chico, también juega ajedrez y es ucraniano, pero no hemos pasado de decirnos hola”, dice con candidez.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Un hurácan llamado Delfín

A los 83 años Víctor Delfín tiene la sabiduría propia de sus años pero los bríos de un jovencito. Ha moldeado una vida simple y sin pretensiones con la misma facilidad con la que logra transformar fierros en arte. Pintor, escultor, artesano, cultor del arte popular y defensor de las libertades, es sobre todo, un creador inagotable y un  curioso impenitente.


Vive en una enorme casona antigua que mira al mar barranquino, un lugar que es su paraíso y, también, su cuartel general. “Es el teatro de operaciones de toda una cantidad de rebeldías”, me dice sobre la centenaria casa taller,  en la  que se gestaron los planes y las protestas contra la dictadura de los años noventa y en la que vive hace más de 40 años. Allí, rodeado de verdes jardines, bocetos, grandes esculturas y murales multicolores,  continua con la irreprimible pasión a la que se entregó hace más de 65 años. “Yo no me creo un artista, yo me siento un creador. La palabra arte me parece demasiado grande, demasiado solemne”, dice.

Saluda al estilo europeo, habla con soltura y sonríe a menudo.  Sus ojos pequeños, que siempre observan fijamente, transmiten calidez y serenidad. Viste con sencillez y usa sandalias a pesar del frío invernal. “Fue una costumbre que me quedó de los años que pasé como colono en la selva”, me cuenta.
Padre de nueve hijos y hombre de varios amores, se define como una persona optimista, que no teme decir lo que piensa. La política no es la excepción: “A las fuerzas conservadoras que tienen el poder no les gusta mucho democratizar la cultura. Esa palabra les preocupa mucho, porque alguien medianamente culto se comporta críticamente hacia el sistema, hacia la situación y eso siempre es un peligro. Por eso la educación precaria. Todo es premeditado, nada es casual. Dar educación es dar poder. Por eso también se les niega la posibilidad  de informar y reclamar a quienes quieren hacerlo”, apunta.
A Víctor Delfín no le gustan los grandes banquetes pero disfruta las tertulias con amigos. Tampoco le gusta recordar mucho las fechas: “si hay algo que quiero olvidar son los años”, me dice pícaramente.  Nunca ha pateado una pelota ni ha visto un partido de fútbol porque le parece “grotesco y sin sentido”. Dice que nunca ha militado en un partido político y que no tiene enemigos. “Mis peleas duran muy poco. No soy un hombre  de grandes rencores”. Una filosofía que se extiende incluso con la crítica que no ha sido precisamente amable con él. “A los críticos de arte ni siquiera les hago caso. No hay que perder el tiempo en eso. Creo que ningún creador debería hacerlo.  Además, uno no tiene por qué gustarle a todo el mundo. Un artista obedece a otras exigencias, debe precisamente quebrar los parámetros establecidos, no hay compromisos partidarios ni estéticos”.
A pesar del reconocimiento y su trayectoria internacional  no esquiva reconocer que en algún momento tuvo que someterse a las exigencias de quienes  demandaban sus obras: “Hay que decir las cosas como son. Antes del despegue hacia lo que yo quería pero cuando empezó la demanda tuve que sacrificar muchas cosas y realizar una obra extra creativa por exigencia del mercado. Hacía lo que me pedían, ganaba mucho dinero y viajaba de aquí para allá. Pasa con muchos artistas y yo no fui la excepción”. Antes, como ahora, el recortado mercado peruano hacía necesario salir y ceder.  “Pasé por eso pero ahora ya no, ahora  hago lo que me da la gana”, agrega.

Aunque ha pasado largas temporadas en Estados Unidos, Chile, Ecuador y ha recorrido Europa entera mostrando lo que sabe hacer (tallado en madera, grabado en metal, pintura, murales, orfebrería) siempre se ha mantenido con el ancla firme en el Perú. “Me ha ido bien en todos lados pero siempre he regresado porque la cabra tira para el monte y este monte es muy particular”, dice.
Confesión de Parte
Víctor Domingo Delfín Ramírez nació en el norte, en Lobitos, pero pasó su infancia en el paraje norteño de El Alto, al lado de sus seis hermanos mayores. Su padre, Ruperto Delfín,  era obrero en una empresa petrolera. De él aprendió a ser generoso y a creer que  “nada era imposible”.  Fue en esos años de vecino del campamento de la International Petroleum Company que la vocación por el arte le tocó el hombro. “Desde que empecé mis balbuceos con el dibujo fui auspiciado por mi padre Ruperto y motivado por mi hermano, que era sordomudo. El se comunicaba por medio de dibujos. Fue el mejor profesor que tuve. Me contaba historias enteras a través de un papel. Aprendí mucho de él”.
También guarda palabras elogiosas para su madre. “Era una mujer que nos enseñó el abc para no ser idiotas ni ser ociosos. Sus códigos eran muy elementales pero importantes: no andar con las manos en los bolsillos, entender que se puede ser pobre pero no sucio. Y mi padre, cuando yo tenía siete años, nos reunía a todos los hermanos cada sábado para darnos encargos. Nos habían preparado para salir a la aventura. Y cuando llegamos a cierta edad, cada uno tomó su camino. Después de eso nunca intervinieron en mis decisiones”, dice. Y con esas lecciones aprendidas Delfín, que sólo estudio hasta el tercer grado de primaria, llegó a Lima. Tenía 17 años.
“Parte de mi buena estrella es que nunca me preguntaron qué grado de instrucción tenía. Como hablaba bien y había leído algo, pensaron que había terminado la secundaria e incluso que era universitario”, recuerda con una sonrisa.
Con el tiempo, su predilección por el arte popular lo llevó  a asumir la dirección de las Escuelas de Bellas Artes en Puno y Ayacucho. Esas experiencias no le dejaron muy buenos recuerdos: “Parece que mi destino era estar en lugares donde había conflicto. Y cuando fui director, tenía tan solo 27 años, todos los demás que eran mayores querían serlo también. Me hicieron la vida imposible. Después de eso me prometí nunca más ser un funcionario público”. Entonces juntó un poco de dinero y se marchó a Chile por dos años. 
Luego, con el éxito de sus primeras obras, los viajes se multiplicaron. El artífice de Retablos, Bestiario y Aves de América tuvo por más de 15 años un taller en Nueva York, fue huésped  asiduo  del Hotel Chelsea, conoció a personalidades de todo el mundo y se codeó con artistas de renombre mundial. “He hecho lo que me ha dado la gana, he tenido satisfacciones extraordinarias en mi vida. Yo creo que todo me ha salido bastante bien. He conocido gente muy importante, que no imaginaba conocer y casi todo ha sido muy fluido”, dice.
Este emparejado crónico también tiene -dice- un balance sentimental en azul. “Así como salir a las calles ha sido lo mejor que he hecho en mi vida, tener diferentes relaciones con mujeres tan distintas, de tantas nacionalidades y edades, me ha servido para alegrarme la vida, comprenderme mejor y ser menos imbécil.”, dice. No se anima a contar el número total de amores que han pasado por su vida, pero suman seis las mujeres y madres de sus nueve hijos. 
Se ha casado solamente en dos ocasiones, ha “enviudado” tres veces y comparte con las ex compañeras sobrevivientes una relación amistosa y de cariño. “Aún me cuidan y se preocupan por mí”, reconoce.  Confiesa que no cree en las relaciones para toda la vida y que la fidelidad es un ejercicio difícil de lograr. “Puede parecer una frivolidad pero no lo es, la historia de cada uno es lo que es y nunca se sabe lo que puede ocurrir. Una persona puede decirte que ya está harto de ti- como que me lo han dicho- o uno puede hartarse del otro. Es un mundo que conozco bien porque lo he trajinado bastante y me ha trajinado bastante a mí. Antes las separaciones dolían. Ahora creo que ha sido un sueño lindo conocer a tantas personas”, dice.  Y hay cosas a las que no renuncia. “He sido enamoradizo y lo sigo siendo. No paro porque creo que la mujer es un complemento de la creatividad, que los griegos no se equivocaron cuando inventaron la idea de las musas. Hasta podría decir que, en mí caso, cada cosa que he moldeado ha sido en homenaje a una mujer”.
Ahora prefiere vivir solo porque dice que “es lo mejor”. Aunque no niega estar siempre “bien acompañado”, en su casa solo tienen cabida sus hijos-cuando vienen de visita- y su hermana mayor Elvira, de casi 100 años. Para los nueve herederos Delfín esparcidos en varias partes del mundo, tiene solo elogios. “Son todos chicos agradables y exitosos, que se quieren mucho a pesar de la distancia y de tener diferentes madres”, dice.  Junto con ellos ha creado la Asociación Víctor Delfín con el compromiso de que el espacio y las obras perduren más allá del tiempo de Víctor en este mundo. “No quiero que se le llame museo, quiero que se conozca como la casa de un artista que ha sido muy feliz aquí, que ha tenido grandes oportunidades de conocer a gente interesante y que ha dejado sus obras para el público que venga”, dice. La muerte no es algo que le provoque temor: “Soy agnóstico. Dejé de creer hace mucho. Para mí, que soy alguien que está todo el tiempo en actividad y siempre buscándole tres pies al gato, creo que la muerte sería un merecido descanso.  La verdad es que no me preocupa. Lo que quisiera  es aprovechar el tiempo lo más que pueda y sacarle el jugo en todo sentido. Quiero terminar algunas cosas que aún tengo en la cabeza y luego, puede ser cualquier día. No tengo ningún remordimiento ni me siento frustrado. Tampoco puedo decir que me siento realizado porque es imposible, todos tenemos sueños que no se completan, ambiciones que no se concretan, ilusiones que quedan siempre pendientes…”. Pero en su caso,  viéndolo vivir con tanta intensidad y serenidad uno llega a creer que no hay mucho más que pedir y que el destino sí tiene favoritos. “La gente cree que tengo muchísimo dinero, pero lo cierto es que esta casa me llegó como me han llegado muchas cosas en mi vida, de manera rara e inesperada.  El otro día me preguntaron dónde estaba el paraíso y yo les contesté que queda en Domeyer 366, mi casa.”.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Horror y dolor que no acaba

                                     
Fotos: Paul Vallejos C.

Para los familiares de los centenares de desaparecidos en Ayacucho en los años del terrorismo, los recuerdos son aún heridas  abiertas,  lágrimas recurrentes, pesadillas difíciles de borrar. Y siguen esperando justicia...

Han pasado veintiocho años desde que todo sucedió y  en Huamanga se sigue oyendo el mismo lamento. “Hasta cuando hijo perdido, hasta cuando hijo torturado” es el cántico lastimero que entonan  un grupo de madres al terminar una misa en honor a las víctimas de la violencia desatada no por Sendero Luminoso sino por las Fuerzas Armadas. Son  los familiares  de los  desaparecidos en el cuartel Los cabitos de Ayacucho que siguen buscando respuestas que no llegan y una justicia que parece cada vez más esquiva.
Mientras en Lima el general Carlos Arnaldo Briceño, jefe del Comando Conjunto en 1983, y por ello uno de los inculpados por los crímenes, alega “anomalías psíquicas”  para eludir sus responsabilidades, en Ayacucho la memoria está intacta: los testimonios tienen rostros diferentes  pero todos  dibujan vívidamente la misma historia de horror sufrida entre 1983 y 1985: detenciones, torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.  “Entraron unos encapuchados a mi casa a la medianoche. Rebuscaron todo e hicieron levantar a mi hijo. Les grité preguntando por qué se lo llevaban. No me hicieron caso, me insultaron, me golpearon, lo subieron a un portratropas y se lo llevaron. Desde ese momento lo he buscado día y noche”. Quien habla es Angélica Mendoza, madre del joven Arquímedes Ascarza Mendoza, de 19 años, detenido y esfumado desde el  03 de julio de 1983.   La anciana de 83 años, cuyo testimonio también está incluido en el informe de la Comisión de la Verdad, repite con vehemencia e indignación su pesadilla hecha realidad. Y no es la única. “Se llevaron a mi hermano un 30 de noviembre de 1983. Tenía 16 años. Llegaron sorpresivamente a mi casa en el barrio Morro de Arica casi a la medianoche. Patearon a mi papá, empezaron a pedir documentos y él sólo tenia  boleta porque era menor de edad. Entonces lo sacaron, le pusieron una capucha roja y se lo llevaron. Reconocí que eran militares por las botas y porque afuera esperaban unos carros grandes. Se lo llevaron y no sabemos a dónde. No sabíamos ni dónde buscar.”, me cuenta entre lágrimas Maruja Cárdenas recordando la noche en que se llevaron a Oswaldo. Como ellas, cientos de familiares tienen una macabra historia que recordar. De estos, solo 54 casos de crímenes cometidos en 1983  llegaron  al Poder Judicial  en 2005 y ahora se encuentran en fase de juicio oral.
Según Gloria Cano, la abogada  de Aprodeh que representa a las víctimas, la estrategia de la defensa de Briceño y de los otros 6 inculpados es minimizar las responsabilidades y jugar a hacerse los desentendidos o desinformados: “Al inicio del proceso Briceño dijo que desconocía los hechos, que se trataba de excesos puntuales pero que la lucha antisubversiva se hizo en el marco del respeto a los derechos humanos. Ahora lo que busca, al decir que no se acuerda de nada y que está enfermo, es la impunidad”, dice Cano.  Lo cierto es que en algunos casos las evidencias sobre la conducta criminal que se daba en Los Cabitos no deberían dejar dudas a la Sala Penal Nacional que ve el caso. “Hay una nota que envío mi hermano, desde el cuartel, 15 días después de su detención. Allí pide un abogado”, cuenta Ana María Ascarza, hermana del desaparecido Arquímedes. Junto con aquella nota,  ella recibiría, en esa ocasión, también  un sombrío comentario del intermediario de la comunicación. “El muchacho está rengueando, me dijo mi tío, suboficial del ejército, parece que lo han torturado. Entonces yo le pregunté qué le habían hecho y me contestó que le habían metido un palo de escoba por al ano.”, dice sin ocultar su conmoción. Esa fue la última vez que supo de su hermano.  La única certeza que tiene es que estuvo en ese cuartel.

La Hoyada. Homenaje y recuerdo a las víctimas

 Según Maruja Cárdenas, de aquella pesadilla solo se salía si se tenía un buen  contacto militar y algo de dinero. “Había que conocer a algún militar y pagar para que liberen al detenido. Como nosotros éramos pobres y no teníamos, no pudimos salvar a mi hermano. Mi padre se fue a San Miguel, un pueblo vecino,  a pedir ayuda o un préstamo y nunca volvió. Luego nos enteramos que también lo mataron los militares. Lo acribillaron por reclamar por mi hermano y nadie dijo nada por temor”, recuerda. Y no parecía haber sosiego. “Después de lo que pasó venían a la casa a asustarnos, a amedrentarnos, no podíamos ni denunciar porque si te encontraban con un papel de denuncia amenazaban  con matarte. Cuando venían a la casa y veían que eras joven, empezaban a manosearte. Mi mamá tenía que suplicar para que no se llevaran a nadie más”, agrega.
Esa es la realidad  espeluznante que Briceño y los demás acusados dicen haber olvidado o desconocido por completo. Aunque el pedido de la defensa para declarar la incapacidad del acusado  ha sido desestimado por la Sala Penal Nacional, ha sido  recurrido en queja a la Corte Suprema. En su desesperado intento de no  naufragar una vez más en sus afanes de defensa, Nakasaki, el inefable defensor de causas indefendibles, ha alegado que en el caso de los demás miembros del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas procesados, su actuación era complementaria y no sabían nada de los planes operativos, un argumento que la defensa de las víctimas considera absurdo. “La actuación del comando es coordinada y justamente para el apoyo en las actividades y desarrollo de los planes. No es aceptable que digan que nadie sabía lo que hacían en Ayacucho”, dice Cano.  Nakasaki, urgido por salvar a su cliente, ha ofrecido un peritaje psiquiátrico de parte para probar la “enfermedad” del general de 83 años y también ha solicitado que los especialistas de parte entrevisten a los torturados.
Uno de ellos será el  profesor Esteban Canchari, cuya historia  no parecen dejar lugar a dudas. “La noche del 4 de junio de 1983, casi a medianoche, irrumpieron a golpes en mi casa en el pueblo joven La Libertad. Hacía mucho tiempo que vivíamos en toque de queda pero no me imaginé que vendrían por mí. Me tiraron al suelo, rebuscaron mi casa y no encontraron nada. Empezaron a patearme, a insultar a mi esposa y me enmarrocaron. Me sacaron rápidamente y me metieron al convoy. Estuve detenido siete días. Querían que les diga donde funcionaban las escuelas populares. Yo no sabía nada”, cuenta. Lo que vino después probó la perversidad de los métodos que implantó, directamente, el jefe operativo de la zona de emergencia, general Clemente Noel Moral. “Me pusieron cadenas en las extremidades y me elevaron, luego me siguieron golpeando. Para que no se oyeran los gritos, ponían la música a todo volumen. Me tiraban al suelo, caminaban sobre mi espalda, me metieron de cabeza a un cilindro con agua. Me han hecho mucho daño. Me rompieron la nariz, me dejaron ensangrentado. Hasta ahora no puedo escuchar bien”, agrega el hombre que, a pesar del tiempo transcurrido, parece todavía asustado.  Y lo peor es que su pesadilla no terminó con su liberación. Su hijo Gregorio también fue detenido y permanece hasta hoy desaparecido. “Tenía 19 años y se lo llevaron del colegio Libertadores el 12 de marzo de 1984.  Desde esa fecha no lo volví a ver”, dice.  Al comienzo le  dijeron que su hijo había sido llevado a la Comisaría y luego a la Unidad de Inteligencia, conocida como Casa rosada. Luego toda pista se borra. También es un misterio la suerte que corrieron  Jaime Gamarra Gutiérrez y Rómulo Cueto Huamancusi, dos jóvenes cuyos padres también están presentes en la misa que se realizó en La Hoyada, el campo de entrenamiento del cuartel huamanguino donde en 2005 se hallaron fosas y se recuperaron los restos de 109 personas. Un lugar que ahora los familiares pretenden convertir en un santuario y así evitar que algunas asociaciones de militares, interesadas en borrar el pasado, inicien la construcción de viviendas.
El inicio de la pesadilla

Angélica Mendoza, la lucha de una madre.
Todo empezó en diciembre de 1982, cuando el presidente Fernando Belaúnde Terry autorizó el ingreso de las Fuerzas Armadas a Ayacucho, un territorio en estado de emergencia y gravemente amenazado por el avance subversivo. Con Briceño en la Comandancia General, se nombró como jefe político militar de la zona al general Clemente Noel  Moral, el abanderado de la política de la tierra arrasada, que planificó y ejecutó una estrategia premeditadamente violatoria de los derechos humanos. Fue durante su gestión que se produjeron las desapariciones de cientos de hombres y mujeres. La Comisión de la Verdad documentó más de 130 casos, pero las familias que denunciaron la desaparición de sus familiares en el cuartel Los Cabitos fueron más de 500. Según Gloria  Cano, los casos exceden el millar y, en todo caso un cálculo exacto jamás podrá hacerse. Es que entre 1983 y 1985 no solo se asesinó  y depositó cuerpos en fosas, también se incineró a un número indeterminado de personas justamente para acabar con las evidencias del delito. Fue Wilfredo Mori Orzo, nombrado jefe político militar en 1985 quien mandó a construir un horno en Los Cabitos. “Dijeron que era para panes, pero allí quemaban a la gente”, dice Angélica Mendoza, que desde la muerte de su hijo no ha parado de buscar justicia. Por eso formó la Asociación Nacional de familiares de secuestrados, detenidos y desaparecidos del Perú. “No tuve miedo ni de las amenazas ni de las balas. He buscado entre cadáveres en Infiernillo y Lagunilla, he recogido cabezas, pero a mi hijo nunca lo encontré. Al abogado que me ayudo lo amenazaron y se fue. Si alguien me ayudaba lo mataban. La prensa tenía miedo e informaba a medias y ni la Iglesia nos ayudó. Así era en esos años. Coordinábamos todo a escondidas. Me duelen las cosas que he visto y eso no se puede olvidar. Por eso mientras viva voy a seguir buscando aunque nadie más me ayude”, dice. Es que Angélica recuerda con especial decepción las promesas incumplidas de un ex presidente. “Cuando Alan era candidato vino y pidió reunirse conmigo. Me prometíó castigo para los culpables e indemnización para nosotros. Pero no cumplió porque es completamente mentiroso ese señor. Yo se lo dije en su cara, que no le creía”, confiesa. 
Debido a las numerosas evidencias y testimonios recopilados, Los Cabitos fue uno de los casos que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) recomendó judicializar, incluyendo en el proceso a Briceño,  uno de los siete altos mandos militares encausados por la justicia peruana. Según la CVR, el Cuartel Los Cabitos fue el principal centro de reclusión, tortura, desaparición y ejecución extrajudicial entre 1983 y 1985.  En 2005, luego del hallazgo de las fosas, el horno, algunas prendas de vestir carbonizadas y otros elementos probatorios, se concretó la denuncia fiscal. Ahora, tras  28 años de los hechos, y a más de cinco años del inicio de la investigación, el juicio oral se inició el pasado  26 de mayo.
Más allá de los alegatos de la defensa, la fiscalía ha pedido para Briceño  y los otros inculpados (Julio Coronel Carbajal D’Angelo, Carlos Millones D’Estefano, Roberto Saldaña Vasquez, Edgar Paz Avendaño, Humberto Orbegozo y Arturo Moreno Alcantara) una condena de 25 años. Los cargos son contundentes: se ha determinado en la denuncia penal que en 1983 existió una política de estado para la lucha contrasubversiva que contemplaba la detención masiva y arbitraria, la reclusión en una instalación militar, la practica de actos de tortura con el objeto de arrancarles autoinculpación o declaraciones, lesiones intencionales e indiscriscriminadas, la liberación selectiva, y condicionada y, en la mayoría de casos,  la ejecución extrajudicial. “Era una estrategia diseñada por el alto mando. Al general Clemente Noel, jefe político militar de la zona en ese año, se le dio carta abierta para aplicar todo tipo de operativos y capturas. Quisieron  hablar de casos aislados, pero lo cierto es que las detenciones  eran de conocimiento  público y tan masivas como notorias. Y sin embargo, el comando de las FFAA y su jefe, Briceño,  conociendo la situación,  no hicieron nada para impedirlo ni sancionarlo”, dice Cano.
Y mientras el proceso avanza lento, porque los juicios se realizan solamente por unas horas, una vez por semana o cada 10 o 12 días, las familias van extinguiéndose antes que sus esperanzas de justicia. Varias madres de los desaparecidos han muerto sin llegar a la verdad  debido a su avanzada edad. Otras esperan que antes que la muerte las alcance puedan recibir una respuesta o por lo menos una reparación justa. “Estoy enferma y sola. Necesito saber de mi hijo y también necesito la reparación”, me dice Isabel Huamancusi con su hablar entre el castellano y el quechua. “A mi madre le dieron cinco mil soles por mi hermano. Pero por mi papá, nada”, me cuenta Maruja sobre la reparación que recibió de parte del Estado. A todas, sin embargo, lo que más les preocupa es saber qué pasó y dónde quedaron los restos de sus familiares.
 “Alguna vez una persona nos preguntó si era posible reconciliarse. Sí podemos hacerlo si nos dicen dónde están nuestros parientes. Si el perpetrador viene hoy y nos dice dónde está mi hermano, yo le perdono todo lo que ha hecho. Solo queremos encontrar a nuestros seres queridos”, me dice Ana María Ascarza. “Uno tiene sentimientos encontrados: miedo de encontrar los restos y comprobar esa atrocidad, pero también necesidad de saber”, agrega.
- ¿Crees que alcanzarán alguna vez algo de justicia, algunas respuestas?- le pregunto a Ana María.
“Sinceramente, lo veo muy lejano. Los generales de esa época, algunos están muertos. Han desaparecido documentos, huellas. Hay indicios y hace tiempo deberíamos haber logrado algo, pero aún no sabemos nada”, me dice con desgano y convencida de que un ser querido desaparecido es un ausente que jamás termina de irse y  al que nunca se le termina de llorar.


 

viernes, 29 de julio de 2011

El verbo alucinado de Alan

                                                                                             

El presidente García no sólo coquetea con las mujeres sino con la locura. Si en su primer gobierno se le llamó irrespetuosamente Caballo Loco, su incontinencia verbal, en estos últimos cinco años, demostró que continuaba merodeando el exceso. Un conjunto de sus cada vez más alucinadas declaraciones, analizadas por un especialista, revelan los rasgos de la compleja personalidad del Presidente.

 



Foto: Paul Vallejos C.
La más recordada debe ser aquella de que “la plata llega sola”. Pero no es la única. Tampoco se ha cohibido cuando se trata de opinar sobre sus adversarios políticos: de Toledo dijo que es un “loquito de la calle”, que muchos parecen tener con él una  “obsesión  psicosexual” y que quienes critican su gestión tienen la “actitud negacionista de los anticristos”. Y ese es sólo el comienzo.  El material que ha generado el Presidente es amplio y revelador.  Según un reconocido psiquiatra, que ha preferido el anonimato, el de García “es un caso psiquiátrico muy rico y complejo que no calza en una sola etiqueta diagnóstica”. Según dice, hay en él, además de la conocida bipolaridad, rasgos narcisistas, histriónicos e incluso psicopáticos.

 Las evidencias están presentes casi desde el inicio del gobierno. Ya en el discurso de investidura del 2006, el presidente dejaba entrever su convicción de ser casi un predestinado. “Declaro que el Perú puede crecer económica y socialmente mucho más, y que dentro de diez años los vecinos avanzados en la carrera del desarrollo nos verán como ejemplo. Para ello contamos con inmensos recursos económicos y, sobre todo, con un pueblo al que solo falta una fe unitaria y una conducción”. Pero si eso pudo considerarse simplemente un lícito ejercicio retórico para agradar a sus oyentes, sus frases en los años siguientes dejan ver lo que el especialista califica como “una sobrevaloración extrema de su persona, soberbia y autoconcepción de grandiosidad, propias de la manía”. Así, en marzo de 2009, disparaba sin empacho esta famosa frase: “En Perú el presidente tiene un poder: no puede hacer presidente al que él quisiera, pero si puede evitar que sea presidente quien él no quiere”. Y agregaba: “Yo lo he demostrado”. Hace una semana, por ejemplo, en una extensa entrevista a un diario, dijo: “El que cree que yo he entrado a la política o al segundo gobierno para levantar dinero es un tonto porque no entiende lo que es ni la historia ni la gloria de haber podido ser presidente dos veces”. Historia y gloria: los ingredientes perfectos de la megalomanía.

Demostrando que lo suyo no es solo un problema maniaco, el doctor García hace gala de otro de sus rasgos patológicos: un trastorno narcisista de la personalidad. “Hay muchos rasgos de autoendiosamiento. Se cree insustituible. Ese narcisismo hace que no tolere las críticas, que menosprecie a los demás, que se sienta por encima del bien y de mal”, dice el psiquiatra. En 2007, tras el terremoto de Pisco, tuvo varias declaraciones poco felices: a un periodista español, que le preguntó sobre las informaciones que hablaban de una supuesta desorganización en la distribución de la ayuda, le dijo: "Su país no se arregló en dos días después de la Guerra Civil", y  a un grupo de cooperantes españoles, que pidió mayor seguridad  tras verse en medio de un tiroteo mientras prestaban ayuda, les espetó:"Quien tenga miedo, que se vaya". Tanto le molestan las críticas que cuando un Wikileak reveló que desde la Embajada americana se hablaba de su ego colosal, el Presidente se atrevió a abandonar su consuetudinaria vocación de adulón de los Estados Unidos y, aunque en un primer momento sólo dijo que eso “revelaba un bajo nivel diplomático”, hace pocos días, en una entrevista, no cedió a la tentación y dejó salir a su yo desbocado: “Lo que pasa es que están acostumbrados a que los políticos vayan a su embajada como perritos, con rodilleras y mirando  hacia abajo, creyendo que están hablando con los dueños del mundo. ¿Sabe qué? Para mí el Perú es el dueño del mundo. Entonces voy y  los trato así (hace un gesto despectivo con las manos). Por eso dicen que soy un arrogante”.

Pero los peruanos no han corrido mejor suerte con el presidente. Con la prensa local va del menosprecio a la humillación. Ante una pregunta incómoda espetó: “Está usted hablando sin saber. Lamento que RPP dé sus micrófonos a personas mal informadas. No venga con preguntas de consigna”. Y alguna vez dijo a otro: “Cómo se le ocurre que le voy a decir a usted por periódico lo que voy a conversar con la presidente Bachelet. Seguramente usted puede imaginar qué temas son. Imagínelo, pues”. Y las críticas de un diario provocaron que dijera: “Pásenme ese periódico, para reírme de Mohme. Mohme Quesada, ¿no?”.

En junio de 2009, ante el conflicto en Bagua, no tuvo mejor idea que referirse a las comunidades que protestaron como “pequeños grupos que no representan lo más avanzado del país” y fue aún más lejos al tratar de definir su actitud: “Ya está bueno, estas personas no tienen corona, no son ciudadanos de primera clase que puedan decirnos a 28 millones de peruanos: tú no tienes derecho de venir por aquí”.
Si hay algo que caracteriza al trastorno maniaco depresivo es la falta de sensatez. “Su autoridad no es racional sino emocional, por eso, por momentos, están eufóricos, en éxtasis y ante un pequeño problema estallan con irritabilidad, intolerancia y hasta violencia”, dice el especialista. Por eso la plebeya cachetada de García a Richard Gálvez, el desaforado muchacho que, en octubre del 2010,  le gritó corrupto. Por eso su reacción ante las críticas a la gestión post terremoto: “a veces algunos periodistas juegan a las alarmas. Hay alguna gente que gusta de atemorizar, llevan malas noticias, destruyendo el ánimo de la población". La propuesta de García para afrontar esa catástrofe era, indudablemente, digna de él: "¿Dónde están mis amigas las cantantes?, ¿dónde están mis amigos los artistas?, ¿dónde están mis amigos los futbolistas? Se necesita también distracción”.

Otra  invocación delirante que no puede tener sino un origen patológico es la que le hiciera a su ministro Luis Alva Castro en 2007: “Tomemos acciones concretas (...). Use usted los aviones A-37 y bombardee, ametralle esos aeropuertos, esas pozas de maceración”. También es para alarmarse su temeraria propuesta en contra de la delincuencia común: “si un delincuente roba a una persona no se puede esperar que amenace a la policía: las armas de la ley son para usarlas, de frente hay que disparar y con toda decisión…”.
En 2008, ante el escándalo de los petroaudios, dijo: “que esos corruptos y esas ratas, que están muertas en vida, se mueran de una vez…” Y  también deberían morirse  “los miserables y los mal nacidos que quieren hacer plata con un gobierno aprista…”. Porque si de algo está seguro en su delirio de grandeza,  es que él está más allá de las críticas. “Me hacen gracia los piñateros que siempre creen que todos son ladrones como ellos. El ladrón cree que todos son de su condición. No sean tontos. Esta gente torpe cree que para un hombre político, que queda en la historia del Perú y en la gloria, un centavo es valioso. Están totalmente imbéciles”, dijo hace unas semanas en una entrevista televisiva. La carencia de un sedante era más que evidente.



Foto: Paul Vallejos C. 
  También hay en García mucha dosis de histrionismo. Por eso Alan intercala un discurso enrevesado y pomposo con el disfrute de un vaso de cerveza en un cerro. Algo que él reconoce como una virtud: “Eso les da pica a algunos porque yo sumo varios componentes: Soy lo suficientemente cholo para ser gobernante del Perú, no soy tan cholo como para no gustarle a algunos sectores de la clase media. Estudié en colegio público y tengo esquina”. Y, claro, está seguro de que todos lo envidian: “Todo el mundo sabe en el Perú que sé hacer discursos, que sé comunicarme y a veces lo envidian; pero yo digo: las palabras a un lado, las obras adelante”. Porque lo suyo es, dice, un don divino. “Les pido un acto de fe. Dios me ha dado la capacidad de convencer a las personas”. Y si alguien se atreve a cuestionarlo es que “caemos en el procedimiento de los anticristos, es decir, negar”. Lo único que le falta es un tricornio y pararse en la Costa Verde creyendo que es la orilla de Santa Elena.

De este histrionismo se deriva también su vocación de seductor. Entonces coquetea con periodistas y se muestra con mujeres guapas. “Los maniacos son hiper eróticos y promiscuos. Tienen también adicción a la imagen  y por eso, en su caso, se da esa sobre exposición. El quisiera aparecer en todo, a toda hora”, dice el psiquiatra. Pero él lo niega. “A mí si algo me ofende es cuando dicen que no sé a cuántos candidatos he apoyado. Y últimamente ya no sé cuántas novias tengo. (…)Soy un taumaturgo con unas fuerzas extraordinarias. Una especie de demonio”, dijo hace poco.

“La victimización puede ser también  un rasgo psicopático”, me dice el especialista cuando revisa algunas frases como esta: “Yo cargo mi cruz solo, no  necesito cirineos. Sé que la voy a cargar y que seré piñata de algunos que quieren hacer carrera política conmigo, atacándome. Pero ya he visto esa película y ya sé en qué termina”, dijo en la misma entrevista de TV en la que se paseó mostrando Palacio y comiendo de la paila en la cocina. En la entrevista que concediera a El Comercio la semana pasada matizó esta delicia: “Los políticos tenemos cierta ambición de hacer las cosas, de protagonizar, de figurar, pero yo he sido ya presidente dos veces y siempre he vivido pendiente del partido y algunas veces me pregunto cuándo vivo para mí en algún momento”. Pobrecito.

Sus relaciones familiares son también un objeto interesante de análisis. Desde el escándalo de su nuevo hijo hasta su separación matrimonial. “Como todo Narciso, asume que es siempre  dueño de la verdad, dueño de las personas  y, por tanto, de las oportunidades. Todo lo maneja según su conveniencia.”. Entonces no tiene problema en colocar a su esposa en la humillante situación de escoltarlo y  escucharlo  mientras reconoce: “mantuve una relación con una persona de altas cualidades, relación de la que nació un niño en febrero del 2005”. Y en un despliegue de cinismo con pocos precedentes el Presidente aseguró en ese discurso - pronunciado en octubre de 2006, más de un año y medio después de nacido el niño- que “era fundamental decirlo públicamente ante todos los peruanos,  porque es mi deber como Presidente de la República y porque yo no rehuyo mis responsabilidades”.
También puede llegar a ser incomprensiblemente macabro en sus expresiones: “Bienaventurados los que sufren la pérdida de un hijo, de un hermano, de un padre porque de ellos tiene que ser el reino de la democracia (…)”, dijo, en junio de 2007, en un acto en Huanta.
Foto: Paul Vallejos C.
Pero nada tan genuinamente patológico como sus teorías sobre las intervenciones divinas y los males humanos. Se trata, dice el psiquiatra, de un caso de sobrevaloración de su capacidad de juicio, típica del maniaco, porque la persona está convencida de que es dueña de la verdad. Por ejemplo, su declaración a propósito de la muerte de Osama Bin Laden, ocurrida el mismo día de la beatificación de Juan Pablo II: “Su primer milagro ha sido llevarse del mundo a la encarnación del mal, a la encarnación demoníaca del crimen y del odio.” O cuando intenta explicar el problema de las adicciones. “Hollywood está entre los grandes inspiradores del consumo de droga. Cuantas veces se ha visto en los canales de cable la historia de narcotraficantes y su triunfo eventual. Y si eso lo asocia a los dibujos animados donde todo se transforma. ¿Y por qué se transforma? Por la droga. Está implícito que el transformer es un drogado. ¿No se dieron cuenta? Todo eso va corrompiendo la conciencia de cada niño. Entonces se ganará dinero con eso, pero también lo ganan los narcotraficantes, señores productores de películas bastardas y pro narcotráfico. Eso es lo dramático”. Pobre niño Federico Danton. Nos imaginamos qué restricciones sufre.

Y con esa convicción del que cree que todo lo sabe y asume que es superior a todos, emprende sus obras faraónicas, “que sólo la historia juzgará”. Y a veces se anima a desarrollar confusas descripciones: “Somos un país andino, esencialmente triste. No somos un país alegre como Brasil o como los colombianos, que son hiperactivos y tienen esa mezcla de español del norte, vascongado y catalán, y mayor componente negro y un poco de antropófago primitivo. Son hiperactivos y tienen más sol, tienen Caribe”. También  propina “reflexiones” como esta: “No me gustan los pitucos metidos a izquierdistas, me gustan los hombres de color cobrizo que son los verdaderos peruanos y pueden luchar por la justicia social. Y también, cuando le conviene, dispara contra la Iglesia Católica. Claro, no la que representa Cipriani sino la que sí defiende a los desvalidos. “Yo me pregunto qué hace la iglesia jugando a la política (…) Así como no me gusta que intervenga en la política el gobierno venezolano, el gobierno argentino, tampoco es bueno que intervenga en la política el Estado Vaticano”, dijo en referencia al apoyo dado al referéndum sobre el ingreso de la Minera Majaz , en 2007.
En suma, el doctor García está muy bien (divinamente) representado en el morro Solar.
“El Cristo del Pacífico lo refleja a él: es su deseo de estar por encima de todos y de manera permanente”, concluye el psiquiatra.