miércoles, 8 de junio de 2016

Un río de lamentos

Aquí no se puede correr. Hay un río que te obliga a nadar para seguir a flote. Las aguas marrones del Itaya discurren por esos espacios que deberían ser calles. En vez de carros hay canoas.  En vez de niños empezando a vivir, hay pequeños malabaristas cruzando andamios y precoces navegantes retando caudales. En Belén hay que aprender rápido a no caer. Pero, muchas veces, eso es imposible.


En San Francisco, una de las zonas inundables y siempre inundadas del distrito más pobre de la provincia de Maynas, en Iquitos, Sonia Panduro (43) revive su tragedia repetida: no perdió uno sino dos hijos tragados por un río que no da tregua. “Hace 24 años yo perdí a una hija de seis años. Se cayó al río y murió ahogada. No pude salvarla porque no sabía cómo darle los primeros auxilios. Fue desesperante. Parecía que me iba a volver loca de dolor”, me dice una mujer que a pesar del tiempo transcurrido aún se quiebra recordando que aquella vez perdió, además, a un esposo que no supo acompañarla, y la abandonó. Tenía tres hijos y una vida rota.

Sonia Panduro (43)  tuvo ocho hijos. Perdió dos en el río. 
Ahora Sonia tiene seis hijos vivos  y dos recuerdos lacerantes. A la tragedia de perder a Evelyn, hace 24 años, tuvo que sumarle otro masazo hace siete. “Yo pensé que algo así no podía pasarme otra vez y sucedió. Mi hijo de dos años se ahogó y tampoco  pude hacer nada para evitarlo. Fue un dolor peor que la primera vez. Pero ahora he aprendido: unos voluntarios de la ONG "Operación Bendición" nos han enseñado a dar los primeros auxilios y el otro día pude salvar a un niñito de un año que se había caído al río. Hice con él lo que no pude hacer con mis hijitos”, dice, y los ojos se le llenan de lágrimas. En lo que va del 2016, solo en la jurisdicción de 6 de octubre, uno de los custro establecimientos de salud del distrito, se han registrado 4 casos de ahogamiento de niños menores de cinco años.

La zona baja de Belén es de esos lugares insólitos en un país que considera que avanza. Viviendas de madera construidas sobre pilotes para aminorar el azote del río. Más madera haciendo las veces de precarios  puentes entre una casa y otra. A ras de suelo, allí donde acaban las pocas veredas que se salvaron de la inundación y empieza el barro que se esquiva con unos cuantos tablones, transcurre la vida cotidiana.  Rocío López le da de lactar a su hijo Rafael, de cuatro meses, apoyada  en uno de esos troncos que da soporte a su casa, mientras una tina con ropa a medio lavar (a veces con agua de río) la espera a  sus espaldas.

Una niña llora desconsolada en las alturas de su palafito (que es como se denominan a estas casitas de madera). Está parada en uno de esos maderos inestables y un poco roídos por la humedad. Abajo, Rocío no se inmuta ante la posibilidad de que se caiga. Lo que para mí es un peligro inminente y  una situación angustiante, es para ella una cuestión del día a día. “Tengo dos hijos. Y sí, da miedo porque cuando todo se inunda los bebés se pueden caer al río o las maderas húmedas se pueden romper. Pero, ¿qué puedo hacer?”, dice la joven con el tono resignado de quien se ha cansado de pelear con la realidad.

Casas flotantes y vidas que se hunden en la miseria.
Belén vive la mitad del año bajo el agua y todo el tiempo en condiciones sanitarias deplorables. El agua del Itaya  a la que niños y adultos se lanzan diariamente, para bañarse o para cruzar al otro lado, es también el desagüe de la zona. La basura flota,  se acumula en los alrededores, los habitantes conviven con el riesgo de infecciones y varias enfermedades. Los más pequeños son los más afectados. Condiciones como ésta merman irremediablemente su crecimiento y afectan su desarrollo.

 Hay muchos casos de malaria, niños con infecciones estomacales constantes y, como resultado, una alta tasa de desnutrición y anemia: 30% y 42%, respectivamente. “En época de creciente los casos de parasitosis y diarreas aumenta en más del 50% y les damos tratamiento con zinc” nos cuenta Irayda Ramírez, encargada de atención a la  primera infancia en el Centro de Salud 6 de Octubre. A esa cifra amenazante hay que sumarle  la cantidad de niños que han muerto ahogados en los últimos años. 38 al año  han calculado instituciones como Infant- dedicada a proyectos y protección de la niñez.

Los casos de ahogamiento parecen formar parte de una realidad asumida casi como normal por la población. En el centro de Salud 6 de Octubre, que atiende a una población de alrededor de mil niños menores de 5 años, las encargadas batallan con los padres, los aconsejan para redoblar los cuidados en casa pero no hay un programa de entrenamiento que los prepare para enfrentar situaciones como esta. “Las madres se van a descansar y a veces se descuidan.  Los niños más pequeños se asoman a la puerta pensando que se van a encontrar con tierra firme y se encuentran con agua. Los padres, como es lógico, caen en desesperación ante la escena y no atinan a hacer nada. El último caso que vimos fue el mes pasado. Un niño de aproximadamente un año y medio, cayó al agua. Se salvó porque lo encontraron a los pocos segundos, lo trajeron semiinconsciente al centro de salud. Como necesitaba intubarlo y otros cuidados especiales tuvimos que trasladarlo al hospital de Iquitos para su tratamiento”, nos comenta Illedy Yahuarcani, miembro del área de epidemiología en el mismo puesto de Salud.  Según esta especialista, que es además, la responsable del programa de tratamiento de  tuberculosis, hay más amenazas que se ciernen sobre la población de la zona: en este año ya se tienen registrados 21 casos de TBC, dos de ellos afectan a niños menores de 3 años.

San Francisco, uno de los asentamientos humanos del empobrecido Belén que tiene alrededor de 75 685 habitantes según el INEI. El 70% de la población está en la extrema pobreza. 
La vida en esta comunidad flotante es la misma desde hace mucho: zozobra en tiempos de crecida del río,  la rutina de la sobrevivencia cuando baja, la escasez siempre. “Yo trabajo vendiendo mis artículos de primera necesidad. Cuando es crecida, vendo mis abarrotes en canoa. Y cuando hay tierra vendo comida y así me ayudo para poder sacar adelante a mi familia”, me cuenta Sonia, la madre doliente, esa mujer de 43 años que tiene aún mucha lucha por delante: su hijo menor  tiene tres años y  una de sus hijas,  Ruth, de 19, ya le dio dos nietos que ayuda a criar en su humilde casa en medio del río.


Aunque hay un proyecto estatal para trasladar a esta población en riesgo a un nuevo espacio en la tierra firme de Varillalito, un lugar ubicado de 12 kilómetros al sur de Iquitos, muchos vecinos de Belén se niegan a dejar esta vida. Temen que las ayudas sociales se corten,  que las donaciones y actividades de las ONG’s se acaben, no quieren tener que pagar por los servicios públicos (agua, luz) que malamente reciben. "Hasta la lejanía del mercado es una excusa para no irse"  me cuenta Yahuarcani. Han renunciado a la vivienda digna en nombre de lo que les parece más seguro.
Otros, como Sonia, mantienen la esperanza en el futuro. “Yo nací, crecí y me hice madre y abuela aquí en San Francisco. Es duro ver a tus hijos siempre en riesgo, es doloroso cuando pasa lo que a mí me pasó. Pero hay que seguir para adelante. Siempre se puede volver a empezar”.