viernes, 29 de octubre de 2010

Solo contra el poder, solo contra el mundo


Confesiones del muchacho que le gritó corrupto a Alan

Para Richard Gálvez León una cachetada lo cambió todo. Su enfrentamiento con el presidente le ha valido una fama repentina, inimaginable para él, que fue, siempre, el actor secundario de su propia vida.
Ahora se pasea por oficinas judiciales acompañado de abogados y cámaras de televisión. Por ratos parece divertirse con la atención que genera. En otros momentos luce como  un niño asustado. No imaginó todo lo que su exabrupto provocaría.
En persona, y cuando no hay cámaras acompañándolo, es un chico retraído, de mirada perdida  y movimientos dudosos. Tiene el cabello largo y en su nariz la huella de ese sábado exaltado.  No es ni fornido ni alto. Es más bien un muchacho esmirriado  y sin mucho porte.  Nadie diría que es capaz de tener ese rapto kamikaze que le  valió una golpiza: enfrentarse al voluminoso mandatario y su séquito de seguridad.
 Nos observa temeroso. Desconfía de todo y de todos. Ahora hasta parece que la buscada notoriedad lo incomoda. Nunca le han preguntado cómo se siente, de dónde viene, a dónde va. 
Su actitud cambia cuando empieza a  hablar del presidente o de los abusos que vivió ese día. Entonces se transforma en un joven impulsivo, que habla con apasionamiento. Su tono se enciende y su mirada se llena de rabia. Después aplaca su ánimo y confiesa que tiene temor a que algo le pase. Está algo paranoico. Dice que lo siguen en la calle y que sus teléfonos están intervenidos. En él se mezclan emociones encontradas y por momentos hasta parece que fueran personalidades diferentes: una es la de un niño curioso que a veces sonríe y la otra es la de un joven intolerante, furibundo con todo y casi con todos.
Lo acompañamos al cuarto que alquila por 140 soles al mes: es un espacio de no más de 2x2 metros cuadrados en el tercer piso de una quinta del Centro en Lima: piso de cemento, puerta de madera, olor a humedad. Allí vivía hasta hace unos días. Allí conservaba  todos los tesoros que su magro sueldo de vigilante le permitió comprar: una cama,  una bicicleta, una colección de discos.
Ahora el lugar está casi vacío. Se está mudando a casa de uno de sus tíos, en Los Olivos. Teme que los enemigos ganados tomen venganza. “Mi colección de Michael (Jackson) es lo primero que saqué de aquí, es lo más valioso que tengo”. Es que Richard conserva, a pesar de sus 27 años, algunos rasgos de fanatismo adolescente. Ha cosido en sus camisas un cintillo negro en homenaje al cantante y pertenece a dos clubes de fans.
Cuando el pasado marca
Su reciente, y seguramente fugaz, fama no ha borrado el resentimiento que carga desde la niñez y parece pesarle de más. Dice que quiere quitarse el apellido de su madre. “Nunca han sido sinceros conmigo. No me han tratado bien”, dice.
Richard es el resultado de una niñez inestable, saltando de una casa a otra. “Mi madre es una mujer discapacitada que nunca pudo hacerse cargo de mí ni de mis hermanos”, dice. En realidad, la mujer anda en muletas por dos fracturas sucesivas de cadera. Richard es misterioso cuando habla de ella. No sé por qué me quedo con la idea de que algo ha querido decirme respecto del cociente intelectual de su madre.
Su padre es  un vago recuerdo y una ausencia constante. “Era aprista acérrimo. Se fue a Estados Unidos cuando yo tenía un año. Nunca lo volví a ver”. Desde entonces, sólo hubo llamadas esporádicas. Desde entonces, Richard siempre fue un hospedado de favor. “Primero viví en casa de mi abuela materna, hasta los 10 años y luego  me llevó mi tía”, dice. No guarda muy buenos recuerdos. “Me sentía discriminado. Mi tía, al comienzo, quiso hacerse la buena pero luego hacía muchas diferencias entres sus hijos y yo. Me humillaba. Entonces aprendí que uno conoce de verdad a las personas cuando vive con ellas”, dice.
Sólo esperó poder valerse por sí mismo y a los 17 años  decidió  marcharse. “Terminé el colegio en la nocturna y, como no me gustaba ser el pobrecito, me fui”. Vivió un tiempo con su madre, pero los conflictos empezaron pronto. “Me peleaba con mi hermano mayor porque era faltoso. Trataba mal a mi madre. Ahora no pido nada a nadie”.  Para mantenerse dice que trabajó vendiendo ambulatoriamente fundas para controles remotos y luego como obrero de construcción civil. Allí escuchó a sus compañeros hablar sobre el servicio militar  y  “por curioso” decidió presentarse para prestarlo en la Fuerza Aérea del Perú. Tenía 23 años y no había pasado por ninguna universidad. 
Allí estuvo sólo 10 meses hasta que fue dado de baja por presentar una queja contra un coronel que había recibido un auto nuevo. ”Le habían regalado un auto y yo averigüé que costaba 35,000 dólares. Me pareció indignante porque, mientras eso sucedía, la tropa pasaba necesidades. Entonces, me quejé. Lo que no me imaginé es que mi carta de protesta iría a parar a manos del mismo coronel”. ¿Una ingenuidad superlativa?
Tres meses antes de lo de la carta Richard le había roto la cabeza a un compañero con su fusil de reglamento. “Estaba  muy molesto. Ese día estuve de servicio, luego me enviaron de comisión al Congreso con mi unidad para hacer guardia, no nos recogieron  a tiempo y se me había  hecho tarde para ir a estudiar. Entonces mis compañeros empezaron a burlarse. Este compañero me insultó, nos dimos codazos, chompazos y entonces yo le pegué con mi fusil en la cabeza”. Comenta el hecho entre risas, como un niño, con la inconsciencia de quien es incapaz de medir consecuencias o daños colaterales.
Dice que se arrepiente de haber elegido a la FAP. Lo único bueno que sacó, mientras estuvo allí, es que empezó a estudiar mecánica automotriz. “Yo me decía:  Richard cómo tú que eres persona a la que todos quieren, a la que se le abren todas las puertas, vas a estar en esta institución que no va con tu prestigio”, dice casi alucinando. Pero aunque trate de convencerse (y convencernos) de que hay mucha gente que lo quiere y que tiene muchos amigos, lo cierto es que  ha estado siempre solo. 
Todo pasó como jugando
Más tarde, se hizo voluntario. Primero de la Cruz Roja y luego de una brigada de la municipalidad de San Borja con la que, dice,  fue hasta el Pisco post terremoto. “Yo encontré cuatro cuerpos. Ya era civil. De ellos, de la destrucción y del abandono  me acordé cuando le grité al presidente”, cuenta.
Hace cinco meses llegó al programa Kúrame luego de ver por casualidad la convocatoria. “Pasaba por el parque Kennedy, había ido a buscar unas cosas de Michael Jackson y vi esto del voluntariado. Me pareció excelente  porque podía elegir cualquier día, lugar y hora para ir. Iba siempre los domingos, en mi día libre. El día que todo pasó fue el único sábado que se me ocurrió ir. Salí de mi turno nocturno de vigilante y me fui.”.  Una casualidad que no se sabe si lamenta o agradece.
Trata de explicar de dónde surgió ese impulso. “A mí me gusta la política, estoy enterado de todo lo que pasa. De pronto, cuando vi al Presidente, pasó por mi cabeza como una película: la corrupción, la situación actual. Entonces no lo pensé mucho y lo dije. Pero sólo le grité “corrupto”. Y me encantó. De verdad.  No le dije nada más. Cómo me voy a meter con su mamá, si yo tengo la mía que está enferma y a mi abuela que también es anciana”, se defiende.
“Yo no le dije que es un hijo de puta, pero es evidente que ese señor se siente así. Por eso piensa que todo el mundo se lo dice”, remata. Vuelve al ataque. Y lo hace otra vez sin calcular consecuencias, sin tener límites. Tal vez porque nada tiene  que perder. “Si hubiera tenido esposa e hijos, no lo hubiera hecho. Pero como soy solo, medio loco, adrenalina, entonces dije lo que todos tenían ganas de decirle. Porque acá nadie cree en su Gobierno pero comprendo que no se atrevan a decir nada”, dice exultante.
Pero aunque tiene esa libertad, que más se parece al desamparo, a Richard debe pesarle la soledad. Acude a su abuela, la mujer que lo crió.  En  ella tampoco encuentra el apoyo que espera. Al llegar a su casa la anciana duda en dejarlo entrar. No quiere verse envuelta en el problema. Luego de un momento accede.  “Esto ha sido una palomillada de muchacho, una inconsciencia. Pero él es un chico tranquilo que se hace cargo de su madre, que es una mujer enferma. Siempre ha querido salir adelante”, dice la anciana. “Cómo te vas a enfrentar. Frente a él (el Presidente) eres un ave con las alas cortadas y él es un cóndor”, le dice a su nieto. 
Él la mira con decepción y le reprocha tener que estar una y otra vez solo, sin apoyo. Entonces, parece exaltarse de nuevo. Recuerda sus años de invitado no deseado en casa de  su tía, los ojos se le ponen rojos, le recrimina implacable a la anciana que finge no oírlo. ”Esa es la verdad abuela, aunque no te guste. Por eso soy frío. Así me crió tu hija”.  De pronto, se para abruptamente y sale. Antes de hacerlo, le dice: “Está bien abuela, ya entendí que no quieres apoyarme. Chau.”. Prefiere la huida. Prefiere recordar que ahora  en la calle la gente lo respalda y le tiene cariño. “Es bacán que te traten bonito.”, dice.
Antes de dejarlo cuenta que  tiene un sueño que le gustaría poder cumplir. “A mí me fascina correr. Yo nací para el deporte. Me gustaría competir. Yo traería el oro para el Perú.  Es medio difícil, las circunstancias no me han permitido cumplirlo. Tal vez algún día.”, dice sin mucha convicción.
Por ahora tendrá que conformarse con logros menos ambiciosos. Volver a conseguir un trabajo- el que tenía como vigilante lo perdió a causa del incidente con el Presidente- y recomponer una vida que parece ya, desde antes, estropeada por la mala suerte.  

viernes, 15 de octubre de 2010

Confesiones de Querol


Foto: David Vexelman
 A los 85 años Mariano Querol Lambarri camina lento pero no se detiene. A pesar del paso del tiempo aún mantiene la vitalidad y entusiasmo de la juventud. Sonríe con frecuencia y hace bromas. Nada parece perturbarlo. Diríase que es un hombre feliz. Es psiquiatra de profesión y curioso intelectual por naturaleza.
Más que un médico es un oteador de almas al que sus dotes de buen conversador  y las propias experiencias traumáticas  le han permitido entender mejor  y ayudar a  sus pacientes: confiesa que tuvo una infancia infeliz, está divorciado y, a mediados de los años noventa, fue secuestrado. En él se combinan el saber y  la experiencia.
Es un hombre  minucioso y ordenado.  Su casa está repleta de libros que ocupan varias habitaciones. Eso sí, están todos sistematizados: cada uno tiene un código que lo identifica, tal como si de una biblioteca institucional se tratara. Además, hay una hemeroteca donde guarda revistas de psiquiatría y más de diez de álbumes de fotos, ordenados por año,  que recorren su historia en imágenes.
Cada rincón de su casa esconde una sorpresa. Predominan las antigüedades y las pinturas. Llaman la atención las  escaleras en espiral, estrechísimas e interminables, que conducen a su consultorio.
 Su afición por la relojería queda en evidencia en un ambiente donde guarda relojes antiguos, diminutas piezas y herramientas para repararlos. En otro cuarto, una colección de armas chinas, resultado de su interés por las disciplinas orientales.
La antesala del consultorio está decorada con objetos de madera, varias antigüedades  y, en la puerta, media docena de pequeños cuadros con frases motivadoras. Una de ellas reza “la preparación minuciosa de una cosa determina su buena suerte”. Algo que él parece tener muy presente.
Habla con naturalidad y fluidez. Se nota que le encanta contar historias. Su mascota Te, una  perra negra mestiza de pelo cortado, descansa en su regazo.
Mientras conversamos, su teléfono suena por lo menos tres veces. Los compromisos sociales, las consultas y otras actividades ocupan todo su día. Él las registra cuidadosamente en una agenda que siempre lleva consigo. “Tengo memoria bastante mediocre para fechas, nombres y horas. Por eso prefiero anotarlo todo pero con lápiz porque la gente siempre cambia  o cancela  y no me gustan los borrones”, dice.
Una de esas actividades, que lo apasiona más que nada, es el baile. Querol es un bailarín tardío porque de joven, confiesa, lo hacía muy mal. Ahora está centrado en la marinera. Va a clases cuatro veces por semana para practicar marinera norteña y limeña. Además asiste a clases de yoga,  medita en su casa y está esperando que se abra la clase de afro para matricularse también. Un homenaje al movimiento y, a sus años, una proeza. Lo cierto es que por estos días nada lo hace más feliz,  sobre todo porque es el rey de la pista y el único hombre de su clase. Las compañeras se lo disputan como pareja de baile.
Para Mariano Querol las mujeres siempre han sido su debilidad. Las aprecia, las admira y, aunque fue un adolescente tímido, en su juventud tuvo varios amores. En sus álbumes las fotos de varias agraciadas señoritas revelan a un conquistador afortunado. “Si te contara las historias con estas chicas”, dice pícaramente. Desde su divorcio permanece como soltero empedernido pero enamorador impenitente y exitoso. HA tenido varias novias y alguna vez sus hijos le sugirieron que se casara.
Dicen sus amigos que es un “polígamo cultural”. Su curiosidad es inagotable y sus habilidades, múltiples: toca piano, habla cinco idiomas, ama la literatura, incursionó en el teatro y en el cine. Esto último, de la mano de su amigo Armando Robles Godoy. Lo único que no ha sido es deportista, tal vez porque cuando era niño  sus padres le dijeron que  la actividad física era una pérdida de tiempo.

Huellas del pasado
Hijo de un médico catalán y una peruana de la clase alta,  Querol – el menor de cuatro hermanos-  vivió una niñez solitaria marcada por la fuerte figura de su madre. “Mi mamá era peruana pero hija de españoles y se jactaba de ser española. Era muy racista, estricta y conmigo nunca fue cariñosa. Sin embargo, tenía también características muy valiosas. Quería que sus hijos supieran mucho. Por eso teníamos  en casa profesores de todo”, dice. Fue ella quien le inculcó el amor por los libros y la música.
De su padre heredó la profesión y aceptó un consejo que no olvidaría nunca. “Era un hombre muy bueno y especial. Me decía que todo hombre debe tener una carrera, un oficio y un arte para que pueda subsistir. Y tenía razón. Yo elegí la relojería porque siempre me sorprendía cómo es que funcionaban esos pequeños artefactos. Y mi arte era tocar piano”, cuenta. Ya no toca hace varios años porque las piezas, dice, no le salen tan bien como antes.
La admiración por su padre le hizo tener la convicción temprana de que sería médico. Ingresó  a la universidad a los 14 años y se marchó de su casa a los 21, aún antes de terminar la carrera. La rigidez de su madre, una católica a ultranza, lo obligó a tomar decisiones drásticas. “No me dejaba salir ni tener amigos y la sexualidad era un tema prohibido. Era imposible seguir viviendo allí.  Lo bueno de eso es que, en respuesta a esa represión, me volví después muy liberal”, dice el psiquiatra casi en ejercicio de autoanálisis.

Foto: David Vexelman
Terminó su carrera en 1947 y estuvo tres años fuera del Perú para realizar su residencia, siempre apoyado por el reconocido médico Honorio Delgado, su mentor.” Estuve en España, Francia y Austria  gracias a las becas que obtuve. Mi experiencia fue buena pero al inicio tuve dudas. No me convencía la psiquiatría porque los tratamientos estaban basados en el electrochoque. Era horrible lo que le sucedía a los pacientes. Me sentía muy mal. Luego pensé que, en vez de dejarla, debía hacer algo para cambiar eso”, dice.
 Alguna vez pensó en quedarse en el extranjero, pero además de las razones prácticas -España no estaba muy bien económicamente y en Francia no podía trabajar de médico-  Querol ensaya  una explicación que debe resultarle emocionalmente costosa: “Mi madre siempre repetía que había que salir de este país. Insultaba a los indios y eso me desesperaba. Mis hermanos  se marcharon como ella quería. A mí me decía lo mismo, que aquí no tenía futuro,  pero yo no acepté. Bastaba que mi mamá quisiera eso para que yo me negara a  hacerlo.  Además, me gustaba mucho el Perú y me sigue gustando”.
Palabra  de terapeuta
Ha pasado por un divorcio, por un secuestro y siempre tiene esa misma actitud pragmática frente a muchas situaciones que ha tenido que pasar o que se presentan cercanas.
Hace pocos años padeció de un cáncer prostático y de vejiga del que ya está recuperado.  “Obviamente me asusté, pero no es porque le tenga miedo a la muerte sino que no quisiera  morir porque me gusta la vida. Que me quiten todo esto es una vaina. Pero qué se va a hacer. Lo que sí quiero es  tener  una muerte tranquila. Tengo ya todo organizado: mi testamento, las indicaciones de lo que se puede o no hacer con mi cuerpo.”, dice como si comentara un tema cualquiera.
Es que con el paso del tiempo Querol ha aprendido a conocerse y aceptar lo inevitable. Su profesión le ha ayudado. “Es posible que por ser psiquiatra me conozca un poco más. Pero hay que llegar a la madurez para eso. Yo siempre he sufrido de depresión, desde niño. Pero recién 10 años después de ser psiquiatra me di cuenta de que lo que tenía no era tristeza sino depresión. No se puede curar pero se puede convivir con eso”.
No sólo reconoció su depresión. “He llegado a la conclusión de que soy mejor de lo que pensaba. De chico no pensaba muy bien de mí mismo. Felizmente uno puede romper con las cosas que no le gustan. Uno, si quiere, puede cambiar. No de un momento a otro pero sí ir mejorando de a pocos”, dice.
También hay balances que no lo dejan muy satisfecho.  “Me arrepiento de no haber amado lo suficiente. Siempre he sentido que mi estructura no me ha permitido amar más de lo que he amado. Otra cosa que me persigue es no haber acompañado en sus últimos momentos a gente que yo he querido.”, dice.
Se siente tranquilo con la vida independiente, aunque no solitaria,  que ha elegido. “Siempre me pregunto cómo hay parejas que, a pesar del tiempo, se quieren y permanecen juntas. Las veo  disfrutando, bailar tomándose de la mano. Gente que se ama de por vida, eso es muy raro. A veces me gustaría tener eso, pero como sé que cuesta mucho y hay que sacrificar libertad para lograrlo, mejor estoy así “, termina.
Mariano Querol ha vivido a su manera una vida completa, plena. Sensible, rabiosamente libre, es un hombre sano que ha  sabido tomar lo bueno de cada experiencia y reírse de los problemas. Tal vez ese sea el secreto de su longevidad. Tal vez ser feliz alarga la vida.




 

viernes, 1 de octubre de 2010

Vivir para contarla

Es la prueba viviente del poder de la voluntad, el triunfo del esfuerzo sobre la probabilidad. Se llama Edmundo Dante Lévano La Rosa. Es periodista y poeta. Nunca estudió periodismo pero conoce como pocos los secretos del oficio. No tiene título de profesor pero ha sido el maestro de varias generaciones. Todos lo conocen como César Lévano.


Foto: David Vexelman
 De hablar pausado y estilo didáctico, recuerda con envidiable precisión los detalles de esa vida intensa que le ha tocado: hijo de un humilde panadero sindicalista,  canillita  a los siete años, víctima de un accidente que a los 11 años lo dejó sin una pierna. Además, combativo militante de las Juventudes Comunistas que estuvo preso por sus ideas y, aún ahora, a los 83 años, un hombre fiel a sus convicciones. En el balance, una trayectoria que le ha dejado  tranquilidad de conciencia pero escasez económica. Tal vez el inevitable precio de ser decente.
Su casa es de una sencillez que conmueve: pisos de cemento y paredes de un color blanco avejentado. Vive en el Rímac desde 1962, al lado de su esposa y uno de sus hijos. Es una edificación construida sobre un terreno que les dio su suegra. Está vestido de camisa y corbata. Un chaleco color hueso lo protege del frío porque la  tos no lo abandona desde hace varios días. Nos recibe en su biblioteca, una habitación cubierta de pared a pared por libros y revistas. En estantes y sobre el escritorio, los papeles lo invaden todo. Lévano ya ha perdido la cuenta de la cantidad de publicaciones que están a punto de caer. Es el desorden del saber, el caos del lector ávido, el paraíso del curioso que fue desde niño y sigue siendo hasta hoy. Porque para ser buen periodista, dice, “hay que tener una curiosidad insaciable y leer mucho para poder escribir bien”.
Se declara vallejiano y nerudiano. Su profunda admiración por César Vallejo le llevó a adoptar su nombre para firmar libros y artículos periodísticos. Fue cuando tenía 15 años.  “Hicimos una revista con mis compañeros de colegio. Se llamaba `Cultura´. Escribí un par de artículos y un poema. Cuando puse mi nombre verdadero Edmundo Lévano, me pareció que era nombre de farmacéutico, eran cosas de muchachos. Entonces me puse César y desde ese momento siempre he firmado con ese nombre” dice.
Así, en paralelo con su admirado Neruda, Lévano tiene el nombre que registran sus documentos y un seudónimo por el que es conocido desde hace casi 70 años.
 Dice que no se considera un ejemplo de valentía pero sí un hombre con determinación, que no ha tenido miedo a nada. “Creo que la conciencia es lo decisivo, la conciencia de que uno está haciendo bien o que está tratando de hacer el bien. Uno puede estar equivocado o no pero  lo que hago lo asumo con sentido de responsabilidad siempre”.
Sus alumnos de la Escuela de Comunicación Social en San Marcos lo describen como una persona servicial, siempre interesado en que los jóvenes se cultiven. Apoyado en su bastón de madera va de la universidad a La casona de San Marcos, donde dirige la oficina de Imagen, y  desde allí al diario. Una rutina que parece demasiado para alguien de su edad pero que,  en su caso,  es poca cosa.
Recuerdos e historias
Curioseaba desde niño los libros que se vendían en el Cercado, cerca del  jirón Maipiri en el que nació. Todo mientras trabajaba como canillita porque en su hogar el dinero siempre fue escaso. “Mi padre, que fue dirigente obrero, sufrió torturas al final del régimen de Leguía y quedó inválido. Él era panadero y ya no pudo trabajar. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, entonces nos quedamos a cargo de una tía que era lavandera y  no tenía cómo sostenernos”, dice.
Fue mientras hacía este trabajo, al lado de sus dos hermanos y su tía, que el infortunio azotó: un automóvil conducido por un militar ebrio lo atropelló en el cruce de las avenidas Manco Cápac y Grau. Recuerda su accidente en detalle. Tenía 11 años. “Estaba colgando periódicos en unos cordeles cuando de pronto el auto irrumpió en la vereda y se estrelló contra la pared. Me destrozó la pierna izquierda. Recuerdo que sangraba muchísimo. En todo el camino al hospital yo solo repetía: ¿qué dirá mi papá de esto?”, recuerda.

Foto: David Vexelman
 Sin embargo, eso no cambió su carácter alegre ni su inquietud por aprender. Después de un tiempo de recuperación retomó su oficio de canillita. La necesidad era la misma y había que seguir trabajando.  “De niño era palomilla, era el payaso del callejón. Me gustaba hacer reír a las vecinas. Otra cosa que recuerdo es mi curiosidad. Yo leía a Gonzales Prada desde muy pequeño. Siempre tuve una propensión por los libros, la heredé de mi padre que tenía una biblioteca muy rica para ser un obrero”.
Mucho después, y siempre como autodidacta, aprendió alemán,  inglés, italiano y francés. “Me compré un libro viejo, un método en italiano para aprender alemán. El italiano me pareció fácil, aprendí rápido. Antes ya  había aprendido por mi cuenta francés,  porque conocí a un funcionario de la oficina de prensa de la embajada francesa que tenía un paraíso de revistas literarias y me las regalaba. Así empecé a aprender, con un diccionario al lado. Era un deleite porque eran tan bonitas”, recuerda.
Pero además de sus ansias de saber también fue manifiesta su inquietud política. Eso fue fruto de la influencia de su padre y su abuelo, dirigentes del movimiento obrero en el Perú.
Días de encierro
Afrontó dos temporadas en prisión a causa de su militancia política. La  primera fue entre 1950 y 1951, en el penal El Sexto. “En El Sexto los presos políticos ocupábamos el tercer piso. Los presos comunes nos respetaban porque nosotros les ayudábamos: les prestábamos libros, compartíamos algunas de las cosas que nos traían las visitas. Lo gracioso es que ellos se referían a nosotros como “el huevonaje”, pero no con ánimo insultante sino casi como una descripción antropológica”, dice Lévano y suelta una carcajada.
La segunda vez el encierro fue más prolongado: estuvo preso entre 1953 y 1955. Esta vez en tres prisiones diferentes: el Panóptico, El Frontón y la Cárcel Central.
En  la isla pasó alrededor de un año y medio. Ocupaba un galpón dividido en secciones junto a otros presos comunistas. Los presos comunes, recuerda, pescaban pejesapos y se los vendían a los presos políticos. Hasta que, luego de una huelga, fue trasladado. “La escena fue cinematográfica. Los presos comunes prendieron fuego a sus pocos harapos y alarmado por el hecho llegó el Prefecto en un yate blanco”.
Fue una temporada difícil pero de la que Lévano trata de sacar el lado positivo.  “Conocí gente muy valiosa e interesante como Isidoro Gamarra o los hermanos Sotomayor. Además, pude perfeccionar mi  alemán”, dice.

 En esa época Natalia ya era su novia y, cuando Lévano salió de prisión, se casaron. “Cuando el poeta Juan Gonzalo Rose, mi gran amigo,  regresó del destierro,  me dijo: `voy a escribir un poema pero no sobre ti sino sobre Natalia, la mujer que te esperó tantos años cuando estabas detrás de las rejas´. Y es cierto, para eso hay que tener aguante. Ella me visitaba en prisión. Además hubo épocas en que nadie me quería dar trabajo. Incluso en esos años tuve que vender algunos de mis libros para poder parar la olla.”, recuerda el periodista.
Pero ni los momentos más duros le hicieron perder la alegría. “Nunca me puse a llorar. Siempre he sido fuerte, Recuerdo que la primera vez que caí  en prisión estábamos al lado de presos comunes y  en el primer almuerzo que recibí no me dieron ni cuchara para comer. Pero no me desesperé. Estaba con unos amigos apristas y cantábamos. Hacíamos peña criolla”, dice.
“Creo que si mi inclinación política  tiene algún sentido es porque quisiera que toda  la gente fuera feliz. Me gustaría embellecer la vida y creo que los niños lo hacen”, dice. Tal vez por eso cuando habla de sus nietos, que viven en el extranjero, lo hace con entusiasmo.” Mi nieto mayor va a cumplir 12 años, vive en Alemania y le encanta la música. Toca tres instrumentos”, dice. Es como si él mismo viviera esa vocación a través del niño.
Es que si algo le gusta a don César Lévano es la música. En su casa se escucha con la misma frecuencia música clásica  y/o criolla. Le gusta cantar (lo hace muy mal) y dice que le hubiera gustado aprender a tocar guitarra. Aunque nunca tuvo el tiempo suficiente para intentarlo algo que sí hizo fue escribir canciones. Calcula que hasta el momento tiene alrededor de 15, la mayoría valses.
Lévano es  también  poeta. “Cuando era adolescente escribí un poema llamado `Canto a Lídice´ luego de leer la historia de este lugar en Checoslovaquia, donde los nazis mataron a todo un pueblo. Lo publiqué en `Cultura´”, dice. Desde entonces han sido tres los poemarios que ha publicado, “en los que seguramente hay huella  de mis lecturas de Vallejo y de Neruda”.
 “Mi madre era una mujer alegre que amaba la poesía y a la que le gustaba declamar. Se llamaba Rosa Amelia, fue maestra de escuela y  trabajó también como  linotipista. Tenía una inquietud por explorar y aprender que no era propia de esa época. También eso me ha hecho sentir siempre que la mujer tiene un papel  activo en el mundo intelectual, algo que en el pasado era casi una herejía”, reconoce.

David Vexelman

Memorias bohemias
 Afirma que tuvo la suerte de rodearse de las  personas adecuadas. “En periodismo, por ejemplo, fui muy amigo de Juan Francisco Castillo, gran periodista. Fue como un padre para mí. En su casa leíamos los versos de Carlos Oquendo de Amat y los artículos que Vallejo y Mariátegui habían publicado en Mundial. El me llevó a Caretas luego de salir de prisión. Me presentó con Paco Igartua. Después también trabajé con Doris Gibson”, recuerda.
Esa larga etapa en Caretas le permitió conocer a  algunos escritores importantes. “He conocido gente como Ciro Alegría, que fue muy amigo mío, o al propio Jose María Arguedas. Ciro llegaba a Caretas e iba directo a buscarme. Me decía `hola, chico´ y nos salíamos a tomar un café. El tenía fama de pedante pero lo cierto es que era muy tímido. A José María lo visitaba en su casa”, dice.
No acumula enemigos ni memorias tristes, sólo experiencias a las que mira de frente y sin sentimientos negativos. “Yo mismo a veces me asombro. Si hubiera guardado rencores, no hubiera podido hacer todo lo que hecho y sigo haciendo. Creo que hay un fondo de salud psicológica que me hizo actuar así. Acumulé energías para salir adelante. Los libros y la música me ayudaron. En el fondo de mi persona hay un gran caudal de alegría, de alegría de vivir simplemente”, dice.
César Lévano es la excepción en medio de tantas historias de tragedia temprana y destino irremediablemente sombrío. Se impuso a lo previsible, le hizo un guiño a la mala suerte y salió airoso y ejemplar.