viernes, 29 de octubre de 2010

Solo contra el poder, solo contra el mundo


Confesiones del muchacho que le gritó corrupto a Alan

Para Richard Gálvez León una cachetada lo cambió todo. Su enfrentamiento con el presidente le ha valido una fama repentina, inimaginable para él, que fue, siempre, el actor secundario de su propia vida.
Ahora se pasea por oficinas judiciales acompañado de abogados y cámaras de televisión. Por ratos parece divertirse con la atención que genera. En otros momentos luce como  un niño asustado. No imaginó todo lo que su exabrupto provocaría.
En persona, y cuando no hay cámaras acompañándolo, es un chico retraído, de mirada perdida  y movimientos dudosos. Tiene el cabello largo y en su nariz la huella de ese sábado exaltado.  No es ni fornido ni alto. Es más bien un muchacho esmirriado  y sin mucho porte.  Nadie diría que es capaz de tener ese rapto kamikaze que le  valió una golpiza: enfrentarse al voluminoso mandatario y su séquito de seguridad.
 Nos observa temeroso. Desconfía de todo y de todos. Ahora hasta parece que la buscada notoriedad lo incomoda. Nunca le han preguntado cómo se siente, de dónde viene, a dónde va. 
Su actitud cambia cuando empieza a  hablar del presidente o de los abusos que vivió ese día. Entonces se transforma en un joven impulsivo, que habla con apasionamiento. Su tono se enciende y su mirada se llena de rabia. Después aplaca su ánimo y confiesa que tiene temor a que algo le pase. Está algo paranoico. Dice que lo siguen en la calle y que sus teléfonos están intervenidos. En él se mezclan emociones encontradas y por momentos hasta parece que fueran personalidades diferentes: una es la de un niño curioso que a veces sonríe y la otra es la de un joven intolerante, furibundo con todo y casi con todos.
Lo acompañamos al cuarto que alquila por 140 soles al mes: es un espacio de no más de 2x2 metros cuadrados en el tercer piso de una quinta del Centro en Lima: piso de cemento, puerta de madera, olor a humedad. Allí vivía hasta hace unos días. Allí conservaba  todos los tesoros que su magro sueldo de vigilante le permitió comprar: una cama,  una bicicleta, una colección de discos.
Ahora el lugar está casi vacío. Se está mudando a casa de uno de sus tíos, en Los Olivos. Teme que los enemigos ganados tomen venganza. “Mi colección de Michael (Jackson) es lo primero que saqué de aquí, es lo más valioso que tengo”. Es que Richard conserva, a pesar de sus 27 años, algunos rasgos de fanatismo adolescente. Ha cosido en sus camisas un cintillo negro en homenaje al cantante y pertenece a dos clubes de fans.
Cuando el pasado marca
Su reciente, y seguramente fugaz, fama no ha borrado el resentimiento que carga desde la niñez y parece pesarle de más. Dice que quiere quitarse el apellido de su madre. “Nunca han sido sinceros conmigo. No me han tratado bien”, dice.
Richard es el resultado de una niñez inestable, saltando de una casa a otra. “Mi madre es una mujer discapacitada que nunca pudo hacerse cargo de mí ni de mis hermanos”, dice. En realidad, la mujer anda en muletas por dos fracturas sucesivas de cadera. Richard es misterioso cuando habla de ella. No sé por qué me quedo con la idea de que algo ha querido decirme respecto del cociente intelectual de su madre.
Su padre es  un vago recuerdo y una ausencia constante. “Era aprista acérrimo. Se fue a Estados Unidos cuando yo tenía un año. Nunca lo volví a ver”. Desde entonces, sólo hubo llamadas esporádicas. Desde entonces, Richard siempre fue un hospedado de favor. “Primero viví en casa de mi abuela materna, hasta los 10 años y luego  me llevó mi tía”, dice. No guarda muy buenos recuerdos. “Me sentía discriminado. Mi tía, al comienzo, quiso hacerse la buena pero luego hacía muchas diferencias entres sus hijos y yo. Me humillaba. Entonces aprendí que uno conoce de verdad a las personas cuando vive con ellas”, dice.
Sólo esperó poder valerse por sí mismo y a los 17 años  decidió  marcharse. “Terminé el colegio en la nocturna y, como no me gustaba ser el pobrecito, me fui”. Vivió un tiempo con su madre, pero los conflictos empezaron pronto. “Me peleaba con mi hermano mayor porque era faltoso. Trataba mal a mi madre. Ahora no pido nada a nadie”.  Para mantenerse dice que trabajó vendiendo ambulatoriamente fundas para controles remotos y luego como obrero de construcción civil. Allí escuchó a sus compañeros hablar sobre el servicio militar  y  “por curioso” decidió presentarse para prestarlo en la Fuerza Aérea del Perú. Tenía 23 años y no había pasado por ninguna universidad. 
Allí estuvo sólo 10 meses hasta que fue dado de baja por presentar una queja contra un coronel que había recibido un auto nuevo. ”Le habían regalado un auto y yo averigüé que costaba 35,000 dólares. Me pareció indignante porque, mientras eso sucedía, la tropa pasaba necesidades. Entonces, me quejé. Lo que no me imaginé es que mi carta de protesta iría a parar a manos del mismo coronel”. ¿Una ingenuidad superlativa?
Tres meses antes de lo de la carta Richard le había roto la cabeza a un compañero con su fusil de reglamento. “Estaba  muy molesto. Ese día estuve de servicio, luego me enviaron de comisión al Congreso con mi unidad para hacer guardia, no nos recogieron  a tiempo y se me había  hecho tarde para ir a estudiar. Entonces mis compañeros empezaron a burlarse. Este compañero me insultó, nos dimos codazos, chompazos y entonces yo le pegué con mi fusil en la cabeza”. Comenta el hecho entre risas, como un niño, con la inconsciencia de quien es incapaz de medir consecuencias o daños colaterales.
Dice que se arrepiente de haber elegido a la FAP. Lo único bueno que sacó, mientras estuvo allí, es que empezó a estudiar mecánica automotriz. “Yo me decía:  Richard cómo tú que eres persona a la que todos quieren, a la que se le abren todas las puertas, vas a estar en esta institución que no va con tu prestigio”, dice casi alucinando. Pero aunque trate de convencerse (y convencernos) de que hay mucha gente que lo quiere y que tiene muchos amigos, lo cierto es que  ha estado siempre solo. 
Todo pasó como jugando
Más tarde, se hizo voluntario. Primero de la Cruz Roja y luego de una brigada de la municipalidad de San Borja con la que, dice,  fue hasta el Pisco post terremoto. “Yo encontré cuatro cuerpos. Ya era civil. De ellos, de la destrucción y del abandono  me acordé cuando le grité al presidente”, cuenta.
Hace cinco meses llegó al programa Kúrame luego de ver por casualidad la convocatoria. “Pasaba por el parque Kennedy, había ido a buscar unas cosas de Michael Jackson y vi esto del voluntariado. Me pareció excelente  porque podía elegir cualquier día, lugar y hora para ir. Iba siempre los domingos, en mi día libre. El día que todo pasó fue el único sábado que se me ocurrió ir. Salí de mi turno nocturno de vigilante y me fui.”.  Una casualidad que no se sabe si lamenta o agradece.
Trata de explicar de dónde surgió ese impulso. “A mí me gusta la política, estoy enterado de todo lo que pasa. De pronto, cuando vi al Presidente, pasó por mi cabeza como una película: la corrupción, la situación actual. Entonces no lo pensé mucho y lo dije. Pero sólo le grité “corrupto”. Y me encantó. De verdad.  No le dije nada más. Cómo me voy a meter con su mamá, si yo tengo la mía que está enferma y a mi abuela que también es anciana”, se defiende.
“Yo no le dije que es un hijo de puta, pero es evidente que ese señor se siente así. Por eso piensa que todo el mundo se lo dice”, remata. Vuelve al ataque. Y lo hace otra vez sin calcular consecuencias, sin tener límites. Tal vez porque nada tiene  que perder. “Si hubiera tenido esposa e hijos, no lo hubiera hecho. Pero como soy solo, medio loco, adrenalina, entonces dije lo que todos tenían ganas de decirle. Porque acá nadie cree en su Gobierno pero comprendo que no se atrevan a decir nada”, dice exultante.
Pero aunque tiene esa libertad, que más se parece al desamparo, a Richard debe pesarle la soledad. Acude a su abuela, la mujer que lo crió.  En  ella tampoco encuentra el apoyo que espera. Al llegar a su casa la anciana duda en dejarlo entrar. No quiere verse envuelta en el problema. Luego de un momento accede.  “Esto ha sido una palomillada de muchacho, una inconsciencia. Pero él es un chico tranquilo que se hace cargo de su madre, que es una mujer enferma. Siempre ha querido salir adelante”, dice la anciana. “Cómo te vas a enfrentar. Frente a él (el Presidente) eres un ave con las alas cortadas y él es un cóndor”, le dice a su nieto. 
Él la mira con decepción y le reprocha tener que estar una y otra vez solo, sin apoyo. Entonces, parece exaltarse de nuevo. Recuerda sus años de invitado no deseado en casa de  su tía, los ojos se le ponen rojos, le recrimina implacable a la anciana que finge no oírlo. ”Esa es la verdad abuela, aunque no te guste. Por eso soy frío. Así me crió tu hija”.  De pronto, se para abruptamente y sale. Antes de hacerlo, le dice: “Está bien abuela, ya entendí que no quieres apoyarme. Chau.”. Prefiere la huida. Prefiere recordar que ahora  en la calle la gente lo respalda y le tiene cariño. “Es bacán que te traten bonito.”, dice.
Antes de dejarlo cuenta que  tiene un sueño que le gustaría poder cumplir. “A mí me fascina correr. Yo nací para el deporte. Me gustaría competir. Yo traería el oro para el Perú.  Es medio difícil, las circunstancias no me han permitido cumplirlo. Tal vez algún día.”, dice sin mucha convicción.
Por ahora tendrá que conformarse con logros menos ambiciosos. Volver a conseguir un trabajo- el que tenía como vigilante lo perdió a causa del incidente con el Presidente- y recomponer una vida que parece ya, desde antes, estropeada por la mala suerte.  

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