Es la prueba viviente del poder de la voluntad, el triunfo del esfuerzo sobre la probabilidad. Se llama Edmundo Dante Lévano La Rosa. Es periodista y poeta. Nunca estudió periodismo pero conoce como pocos los secretos del oficio. No tiene título de profesor pero ha sido el maestro de varias generaciones. Todos lo conocen como César Lévano.
De hablar pausado y estilo didáctico, recuerda con envidiable precisión los detalles de esa vida intensa que le ha tocado: hijo de un humilde panadero sindicalista, canillita a los siete años, víctima de un accidente que a los 11 años lo dejó sin una pierna. Además, combativo militante de las Juventudes Comunistas que estuvo preso por sus ideas y, aún ahora, a los 83 años, un hombre fiel a sus convicciones. En el balance, una trayectoria que le ha dejado tranquilidad de conciencia pero escasez económica. Tal vez el inevitable precio de ser decente.
Foto: David Vexelman |
Su casa es de una sencillez que conmueve: pisos de cemento y paredes de un color blanco avejentado. Vive en el Rímac desde 1962, al lado de su esposa y uno de sus hijos. Es una edificación construida sobre un terreno que les dio su suegra. Está vestido de camisa y corbata. Un chaleco color hueso lo protege del frío porque la tos no lo abandona desde hace varios días. Nos recibe en su biblioteca, una habitación cubierta de pared a pared por libros y revistas. En estantes y sobre el escritorio, los papeles lo invaden todo. Lévano ya ha perdido la cuenta de la cantidad de publicaciones que están a punto de caer. Es el desorden del saber, el caos del lector ávido, el paraíso del curioso que fue desde niño y sigue siendo hasta hoy. Porque para ser buen periodista, dice, “hay que tener una curiosidad insaciable y leer mucho para poder escribir bien”.
Se declara vallejiano y nerudiano. Su profunda admiración por César Vallejo le llevó a adoptar su nombre para firmar libros y artículos periodísticos. Fue cuando tenía 15 años. “Hicimos una revista con mis compañeros de colegio. Se llamaba `Cultura´. Escribí un par de artículos y un poema. Cuando puse mi nombre verdadero Edmundo Lévano, me pareció que era nombre de farmacéutico, eran cosas de muchachos. Entonces me puse César y desde ese momento siempre he firmado con ese nombre” dice.
Así, en paralelo con su admirado Neruda, Lévano tiene el nombre que registran sus documentos y un seudónimo por el que es conocido desde hace casi 70 años.
Dice que no se considera un ejemplo de valentía pero sí un hombre con determinación, que no ha tenido miedo a nada. “Creo que la conciencia es lo decisivo, la conciencia de que uno está haciendo bien o que está tratando de hacer el bien. Uno puede estar equivocado o no pero lo que hago lo asumo con sentido de responsabilidad siempre”.
Sus alumnos de la Escuela de Comunicación Social en San Marcos lo describen como una persona servicial, siempre interesado en que los jóvenes se cultiven. Apoyado en su bastón de madera va de la universidad a La casona de San Marcos, donde dirige la oficina de Imagen, y desde allí al diario. Una rutina que parece demasiado para alguien de su edad pero que, en su caso, es poca cosa.
Recuerdos e historias
Curioseaba desde niño los libros que se vendían en el Cercado, cerca del jirón Maipiri en el que nació. Todo mientras trabajaba como canillita porque en su hogar el dinero siempre fue escaso. “Mi padre, que fue dirigente obrero, sufrió torturas al final del régimen de Leguía y quedó inválido. Él era panadero y ya no pudo trabajar. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, entonces nos quedamos a cargo de una tía que era lavandera y no tenía cómo sostenernos”, dice.
Fue mientras hacía este trabajo, al lado de sus dos hermanos y su tía, que el infortunio azotó: un automóvil conducido por un militar ebrio lo atropelló en el cruce de las avenidas Manco Cápac y Grau. Recuerda su accidente en detalle. Tenía 11 años. “Estaba colgando periódicos en unos cordeles cuando de pronto el auto irrumpió en la vereda y se estrelló contra la pared. Me destrozó la pierna izquierda. Recuerdo que sangraba muchísimo. En todo el camino al hospital yo solo repetía: ¿qué dirá mi papá de esto?”, recuerda.
Sin embargo, eso no cambió su carácter alegre ni su inquietud por aprender. Después de un tiempo de recuperación retomó su oficio de canillita. La necesidad era la misma y había que seguir trabajando. “De niño era palomilla, era el payaso del callejón. Me gustaba hacer reír a las vecinas. Otra cosa que recuerdo es mi curiosidad. Yo leía a Gonzales Prada desde muy pequeño. Siempre tuve una propensión por los libros, la heredé de mi padre que tenía una biblioteca muy rica para ser un obrero”.
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Mucho después, y siempre como autodidacta, aprendió alemán, inglés, italiano y francés. “Me compré un libro viejo, un método en italiano para aprender alemán. El italiano me pareció fácil, aprendí rápido. Antes ya había aprendido por mi cuenta francés, porque conocí a un funcionario de la oficina de prensa de la embajada francesa que tenía un paraíso de revistas literarias y me las regalaba. Así empecé a aprender, con un diccionario al lado. Era un deleite porque eran tan bonitas”, recuerda.
Pero además de sus ansias de saber también fue manifiesta su inquietud política. Eso fue fruto de la influencia de su padre y su abuelo, dirigentes del movimiento obrero en el Perú.
Días de encierro
Afrontó dos temporadas en prisión a causa de su militancia política. La primera fue entre 1950 y 1951, en el penal El Sexto. “En El Sexto los presos políticos ocupábamos el tercer piso. Los presos comunes nos respetaban porque nosotros les ayudábamos: les prestábamos libros, compartíamos algunas de las cosas que nos traían las visitas. Lo gracioso es que ellos se referían a nosotros como “el huevonaje”, pero no con ánimo insultante sino casi como una descripción antropológica”, dice Lévano y suelta una carcajada.
La segunda vez el encierro fue más prolongado: estuvo preso entre 1953 y 1955. Esta vez en tres prisiones diferentes: el Panóptico, El Frontón y la Cárcel Central.
En la isla pasó alrededor de un año y medio. Ocupaba un galpón dividido en secciones junto a otros presos comunistas. Los presos comunes, recuerda, pescaban pejesapos y se los vendían a los presos políticos. Hasta que, luego de una huelga, fue trasladado. “La escena fue cinematográfica. Los presos comunes prendieron fuego a sus pocos harapos y alarmado por el hecho llegó el Prefecto en un yate blanco”.
Fue una temporada difícil pero de la que Lévano trata de sacar el lado positivo. “Conocí gente muy valiosa e interesante como Isidoro Gamarra o los hermanos Sotomayor. Además, pude perfeccionar mi alemán”, dice.
Pero ni los momentos más duros le hicieron perder la alegría. “Nunca me puse a llorar. Siempre he sido fuerte, Recuerdo que la primera vez que caí en prisión estábamos al lado de presos comunes y en el primer almuerzo que recibí no me dieron ni cuchara para comer. Pero no me desesperé. Estaba con unos amigos apristas y cantábamos. Hacíamos peña criolla”, dice.
“Creo que si mi inclinación política tiene algún sentido es porque quisiera que toda la gente fuera feliz. Me gustaría embellecer la vida y creo que los niños lo hacen”, dice. Tal vez por eso cuando habla de sus nietos, que viven en el extranjero, lo hace con entusiasmo.” Mi nieto mayor va a cumplir 12 años, vive en Alemania y le encanta la música. Toca tres instrumentos”, dice. Es como si él mismo viviera esa vocación a través del niño.
Es que si algo le gusta a don César Lévano es la música. En su casa se escucha con la misma frecuencia música clásica y/o criolla. Le gusta cantar (lo hace muy mal) y dice que le hubiera gustado aprender a tocar guitarra. Aunque nunca tuvo el tiempo suficiente para intentarlo algo que sí hizo fue escribir canciones. Calcula que hasta el momento tiene alrededor de 15, la mayoría valses.
Lévano es también poeta. “Cuando era adolescente escribí un poema llamado `Canto a Lídice´ luego de leer la historia de este lugar en Checoslovaquia, donde los nazis mataron a todo un pueblo. Lo publiqué en `Cultura´”, dice. Desde entonces han sido tres los poemarios que ha publicado, “en los que seguramente hay huella de mis lecturas de Vallejo y de Neruda”.
“Mi madre era una mujer alegre que amaba la poesía y a la que le gustaba declamar. Se llamaba Rosa Amelia, fue maestra de escuela y trabajó también como linotipista. Tenía una inquietud por explorar y aprender que no era propia de esa época. También eso me ha hecho sentir siempre que la mujer tiene un papel activo en el mundo intelectual, algo que en el pasado era casi una herejía”, reconoce.
David Vexelman |
Memorias bohemias
Afirma que tuvo la suerte de rodearse de las personas adecuadas. “En periodismo, por ejemplo, fui muy amigo de Juan Francisco Castillo, gran periodista. Fue como un padre para mí. En su casa leíamos los versos de Carlos Oquendo de Amat y los artículos que Vallejo y Mariátegui habían publicado en Mundial. El me llevó a Caretas luego de salir de prisión. Me presentó con Paco Igartua. Después también trabajé con Doris Gibson”, recuerda.
Esa larga etapa en Caretas le permitió conocer a algunos escritores importantes. “He conocido gente como Ciro Alegría, que fue muy amigo mío, o al propio Jose María Arguedas. Ciro llegaba a Caretas e iba directo a buscarme. Me decía `hola, chico´ y nos salíamos a tomar un café. El tenía fama de pedante pero lo cierto es que era muy tímido. A José María lo visitaba en su casa”, dice.
No acumula enemigos ni memorias tristes, sólo experiencias a las que mira de frente y sin sentimientos negativos. “Yo mismo a veces me asombro. Si hubiera guardado rencores, no hubiera podido hacer todo lo que hecho y sigo haciendo. Creo que hay un fondo de salud psicológica que me hizo actuar así. Acumulé energías para salir adelante. Los libros y la música me ayudaron. En el fondo de mi persona hay un gran caudal de alegría, de alegría de vivir simplemente”, dice.
César Lévano es la excepción en medio de tantas historias de tragedia temprana y destino irremediablemente sombrío. Se impuso a lo previsible, le hizo un guiño a la mala suerte y salió airoso y ejemplar.
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