viernes, 16 de septiembre de 2011

Un hurácan llamado Delfín

A los 83 años Víctor Delfín tiene la sabiduría propia de sus años pero los bríos de un jovencito. Ha moldeado una vida simple y sin pretensiones con la misma facilidad con la que logra transformar fierros en arte. Pintor, escultor, artesano, cultor del arte popular y defensor de las libertades, es sobre todo, un creador inagotable y un  curioso impenitente.


Vive en una enorme casona antigua que mira al mar barranquino, un lugar que es su paraíso y, también, su cuartel general. “Es el teatro de operaciones de toda una cantidad de rebeldías”, me dice sobre la centenaria casa taller,  en la  que se gestaron los planes y las protestas contra la dictadura de los años noventa y en la que vive hace más de 40 años. Allí, rodeado de verdes jardines, bocetos, grandes esculturas y murales multicolores,  continua con la irreprimible pasión a la que se entregó hace más de 65 años. “Yo no me creo un artista, yo me siento un creador. La palabra arte me parece demasiado grande, demasiado solemne”, dice.

Saluda al estilo europeo, habla con soltura y sonríe a menudo.  Sus ojos pequeños, que siempre observan fijamente, transmiten calidez y serenidad. Viste con sencillez y usa sandalias a pesar del frío invernal. “Fue una costumbre que me quedó de los años que pasé como colono en la selva”, me cuenta.
Padre de nueve hijos y hombre de varios amores, se define como una persona optimista, que no teme decir lo que piensa. La política no es la excepción: “A las fuerzas conservadoras que tienen el poder no les gusta mucho democratizar la cultura. Esa palabra les preocupa mucho, porque alguien medianamente culto se comporta críticamente hacia el sistema, hacia la situación y eso siempre es un peligro. Por eso la educación precaria. Todo es premeditado, nada es casual. Dar educación es dar poder. Por eso también se les niega la posibilidad  de informar y reclamar a quienes quieren hacerlo”, apunta.
A Víctor Delfín no le gustan los grandes banquetes pero disfruta las tertulias con amigos. Tampoco le gusta recordar mucho las fechas: “si hay algo que quiero olvidar son los años”, me dice pícaramente.  Nunca ha pateado una pelota ni ha visto un partido de fútbol porque le parece “grotesco y sin sentido”. Dice que nunca ha militado en un partido político y que no tiene enemigos. “Mis peleas duran muy poco. No soy un hombre  de grandes rencores”. Una filosofía que se extiende incluso con la crítica que no ha sido precisamente amable con él. “A los críticos de arte ni siquiera les hago caso. No hay que perder el tiempo en eso. Creo que ningún creador debería hacerlo.  Además, uno no tiene por qué gustarle a todo el mundo. Un artista obedece a otras exigencias, debe precisamente quebrar los parámetros establecidos, no hay compromisos partidarios ni estéticos”.
A pesar del reconocimiento y su trayectoria internacional  no esquiva reconocer que en algún momento tuvo que someterse a las exigencias de quienes  demandaban sus obras: “Hay que decir las cosas como son. Antes del despegue hacia lo que yo quería pero cuando empezó la demanda tuve que sacrificar muchas cosas y realizar una obra extra creativa por exigencia del mercado. Hacía lo que me pedían, ganaba mucho dinero y viajaba de aquí para allá. Pasa con muchos artistas y yo no fui la excepción”. Antes, como ahora, el recortado mercado peruano hacía necesario salir y ceder.  “Pasé por eso pero ahora ya no, ahora  hago lo que me da la gana”, agrega.

Aunque ha pasado largas temporadas en Estados Unidos, Chile, Ecuador y ha recorrido Europa entera mostrando lo que sabe hacer (tallado en madera, grabado en metal, pintura, murales, orfebrería) siempre se ha mantenido con el ancla firme en el Perú. “Me ha ido bien en todos lados pero siempre he regresado porque la cabra tira para el monte y este monte es muy particular”, dice.
Confesión de Parte
Víctor Domingo Delfín Ramírez nació en el norte, en Lobitos, pero pasó su infancia en el paraje norteño de El Alto, al lado de sus seis hermanos mayores. Su padre, Ruperto Delfín,  era obrero en una empresa petrolera. De él aprendió a ser generoso y a creer que  “nada era imposible”.  Fue en esos años de vecino del campamento de la International Petroleum Company que la vocación por el arte le tocó el hombro. “Desde que empecé mis balbuceos con el dibujo fui auspiciado por mi padre Ruperto y motivado por mi hermano, que era sordomudo. El se comunicaba por medio de dibujos. Fue el mejor profesor que tuve. Me contaba historias enteras a través de un papel. Aprendí mucho de él”.
También guarda palabras elogiosas para su madre. “Era una mujer que nos enseñó el abc para no ser idiotas ni ser ociosos. Sus códigos eran muy elementales pero importantes: no andar con las manos en los bolsillos, entender que se puede ser pobre pero no sucio. Y mi padre, cuando yo tenía siete años, nos reunía a todos los hermanos cada sábado para darnos encargos. Nos habían preparado para salir a la aventura. Y cuando llegamos a cierta edad, cada uno tomó su camino. Después de eso nunca intervinieron en mis decisiones”, dice. Y con esas lecciones aprendidas Delfín, que sólo estudio hasta el tercer grado de primaria, llegó a Lima. Tenía 17 años.
“Parte de mi buena estrella es que nunca me preguntaron qué grado de instrucción tenía. Como hablaba bien y había leído algo, pensaron que había terminado la secundaria e incluso que era universitario”, recuerda con una sonrisa.
Con el tiempo, su predilección por el arte popular lo llevó  a asumir la dirección de las Escuelas de Bellas Artes en Puno y Ayacucho. Esas experiencias no le dejaron muy buenos recuerdos: “Parece que mi destino era estar en lugares donde había conflicto. Y cuando fui director, tenía tan solo 27 años, todos los demás que eran mayores querían serlo también. Me hicieron la vida imposible. Después de eso me prometí nunca más ser un funcionario público”. Entonces juntó un poco de dinero y se marchó a Chile por dos años. 
Luego, con el éxito de sus primeras obras, los viajes se multiplicaron. El artífice de Retablos, Bestiario y Aves de América tuvo por más de 15 años un taller en Nueva York, fue huésped  asiduo  del Hotel Chelsea, conoció a personalidades de todo el mundo y se codeó con artistas de renombre mundial. “He hecho lo que me ha dado la gana, he tenido satisfacciones extraordinarias en mi vida. Yo creo que todo me ha salido bastante bien. He conocido gente muy importante, que no imaginaba conocer y casi todo ha sido muy fluido”, dice.
Este emparejado crónico también tiene -dice- un balance sentimental en azul. “Así como salir a las calles ha sido lo mejor que he hecho en mi vida, tener diferentes relaciones con mujeres tan distintas, de tantas nacionalidades y edades, me ha servido para alegrarme la vida, comprenderme mejor y ser menos imbécil.”, dice. No se anima a contar el número total de amores que han pasado por su vida, pero suman seis las mujeres y madres de sus nueve hijos. 
Se ha casado solamente en dos ocasiones, ha “enviudado” tres veces y comparte con las ex compañeras sobrevivientes una relación amistosa y de cariño. “Aún me cuidan y se preocupan por mí”, reconoce.  Confiesa que no cree en las relaciones para toda la vida y que la fidelidad es un ejercicio difícil de lograr. “Puede parecer una frivolidad pero no lo es, la historia de cada uno es lo que es y nunca se sabe lo que puede ocurrir. Una persona puede decirte que ya está harto de ti- como que me lo han dicho- o uno puede hartarse del otro. Es un mundo que conozco bien porque lo he trajinado bastante y me ha trajinado bastante a mí. Antes las separaciones dolían. Ahora creo que ha sido un sueño lindo conocer a tantas personas”, dice.  Y hay cosas a las que no renuncia. “He sido enamoradizo y lo sigo siendo. No paro porque creo que la mujer es un complemento de la creatividad, que los griegos no se equivocaron cuando inventaron la idea de las musas. Hasta podría decir que, en mí caso, cada cosa que he moldeado ha sido en homenaje a una mujer”.
Ahora prefiere vivir solo porque dice que “es lo mejor”. Aunque no niega estar siempre “bien acompañado”, en su casa solo tienen cabida sus hijos-cuando vienen de visita- y su hermana mayor Elvira, de casi 100 años. Para los nueve herederos Delfín esparcidos en varias partes del mundo, tiene solo elogios. “Son todos chicos agradables y exitosos, que se quieren mucho a pesar de la distancia y de tener diferentes madres”, dice.  Junto con ellos ha creado la Asociación Víctor Delfín con el compromiso de que el espacio y las obras perduren más allá del tiempo de Víctor en este mundo. “No quiero que se le llame museo, quiero que se conozca como la casa de un artista que ha sido muy feliz aquí, que ha tenido grandes oportunidades de conocer a gente interesante y que ha dejado sus obras para el público que venga”, dice. La muerte no es algo que le provoque temor: “Soy agnóstico. Dejé de creer hace mucho. Para mí, que soy alguien que está todo el tiempo en actividad y siempre buscándole tres pies al gato, creo que la muerte sería un merecido descanso.  La verdad es que no me preocupa. Lo que quisiera  es aprovechar el tiempo lo más que pueda y sacarle el jugo en todo sentido. Quiero terminar algunas cosas que aún tengo en la cabeza y luego, puede ser cualquier día. No tengo ningún remordimiento ni me siento frustrado. Tampoco puedo decir que me siento realizado porque es imposible, todos tenemos sueños que no se completan, ambiciones que no se concretan, ilusiones que quedan siempre pendientes…”. Pero en su caso,  viéndolo vivir con tanta intensidad y serenidad uno llega a creer que no hay mucho más que pedir y que el destino sí tiene favoritos. “La gente cree que tengo muchísimo dinero, pero lo cierto es que esta casa me llegó como me han llegado muchas cosas en mi vida, de manera rara e inesperada.  El otro día me preguntaron dónde estaba el paraíso y yo les contesté que queda en Domeyer 366, mi casa.”.

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