miércoles, 31 de agosto de 2011

Horror y dolor que no acaba

                                     
Fotos: Paul Vallejos C.

Para los familiares de los centenares de desaparecidos en Ayacucho en los años del terrorismo, los recuerdos son aún heridas  abiertas,  lágrimas recurrentes, pesadillas difíciles de borrar. Y siguen esperando justicia...

Han pasado veintiocho años desde que todo sucedió y  en Huamanga se sigue oyendo el mismo lamento. “Hasta cuando hijo perdido, hasta cuando hijo torturado” es el cántico lastimero que entonan  un grupo de madres al terminar una misa en honor a las víctimas de la violencia desatada no por Sendero Luminoso sino por las Fuerzas Armadas. Son  los familiares  de los  desaparecidos en el cuartel Los cabitos de Ayacucho que siguen buscando respuestas que no llegan y una justicia que parece cada vez más esquiva.
Mientras en Lima el general Carlos Arnaldo Briceño, jefe del Comando Conjunto en 1983, y por ello uno de los inculpados por los crímenes, alega “anomalías psíquicas”  para eludir sus responsabilidades, en Ayacucho la memoria está intacta: los testimonios tienen rostros diferentes  pero todos  dibujan vívidamente la misma historia de horror sufrida entre 1983 y 1985: detenciones, torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.  “Entraron unos encapuchados a mi casa a la medianoche. Rebuscaron todo e hicieron levantar a mi hijo. Les grité preguntando por qué se lo llevaban. No me hicieron caso, me insultaron, me golpearon, lo subieron a un portratropas y se lo llevaron. Desde ese momento lo he buscado día y noche”. Quien habla es Angélica Mendoza, madre del joven Arquímedes Ascarza Mendoza, de 19 años, detenido y esfumado desde el  03 de julio de 1983.   La anciana de 83 años, cuyo testimonio también está incluido en el informe de la Comisión de la Verdad, repite con vehemencia e indignación su pesadilla hecha realidad. Y no es la única. “Se llevaron a mi hermano un 30 de noviembre de 1983. Tenía 16 años. Llegaron sorpresivamente a mi casa en el barrio Morro de Arica casi a la medianoche. Patearon a mi papá, empezaron a pedir documentos y él sólo tenia  boleta porque era menor de edad. Entonces lo sacaron, le pusieron una capucha roja y se lo llevaron. Reconocí que eran militares por las botas y porque afuera esperaban unos carros grandes. Se lo llevaron y no sabemos a dónde. No sabíamos ni dónde buscar.”, me cuenta entre lágrimas Maruja Cárdenas recordando la noche en que se llevaron a Oswaldo. Como ellas, cientos de familiares tienen una macabra historia que recordar. De estos, solo 54 casos de crímenes cometidos en 1983  llegaron  al Poder Judicial  en 2005 y ahora se encuentran en fase de juicio oral.
Según Gloria Cano, la abogada  de Aprodeh que representa a las víctimas, la estrategia de la defensa de Briceño y de los otros 6 inculpados es minimizar las responsabilidades y jugar a hacerse los desentendidos o desinformados: “Al inicio del proceso Briceño dijo que desconocía los hechos, que se trataba de excesos puntuales pero que la lucha antisubversiva se hizo en el marco del respeto a los derechos humanos. Ahora lo que busca, al decir que no se acuerda de nada y que está enfermo, es la impunidad”, dice Cano.  Lo cierto es que en algunos casos las evidencias sobre la conducta criminal que se daba en Los Cabitos no deberían dejar dudas a la Sala Penal Nacional que ve el caso. “Hay una nota que envío mi hermano, desde el cuartel, 15 días después de su detención. Allí pide un abogado”, cuenta Ana María Ascarza, hermana del desaparecido Arquímedes. Junto con aquella nota,  ella recibiría, en esa ocasión, también  un sombrío comentario del intermediario de la comunicación. “El muchacho está rengueando, me dijo mi tío, suboficial del ejército, parece que lo han torturado. Entonces yo le pregunté qué le habían hecho y me contestó que le habían metido un palo de escoba por al ano.”, dice sin ocultar su conmoción. Esa fue la última vez que supo de su hermano.  La única certeza que tiene es que estuvo en ese cuartel.

La Hoyada. Homenaje y recuerdo a las víctimas

 Según Maruja Cárdenas, de aquella pesadilla solo se salía si se tenía un buen  contacto militar y algo de dinero. “Había que conocer a algún militar y pagar para que liberen al detenido. Como nosotros éramos pobres y no teníamos, no pudimos salvar a mi hermano. Mi padre se fue a San Miguel, un pueblo vecino,  a pedir ayuda o un préstamo y nunca volvió. Luego nos enteramos que también lo mataron los militares. Lo acribillaron por reclamar por mi hermano y nadie dijo nada por temor”, recuerda. Y no parecía haber sosiego. “Después de lo que pasó venían a la casa a asustarnos, a amedrentarnos, no podíamos ni denunciar porque si te encontraban con un papel de denuncia amenazaban  con matarte. Cuando venían a la casa y veían que eras joven, empezaban a manosearte. Mi mamá tenía que suplicar para que no se llevaran a nadie más”, agrega.
Esa es la realidad  espeluznante que Briceño y los demás acusados dicen haber olvidado o desconocido por completo. Aunque el pedido de la defensa para declarar la incapacidad del acusado  ha sido desestimado por la Sala Penal Nacional, ha sido  recurrido en queja a la Corte Suprema. En su desesperado intento de no  naufragar una vez más en sus afanes de defensa, Nakasaki, el inefable defensor de causas indefendibles, ha alegado que en el caso de los demás miembros del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas procesados, su actuación era complementaria y no sabían nada de los planes operativos, un argumento que la defensa de las víctimas considera absurdo. “La actuación del comando es coordinada y justamente para el apoyo en las actividades y desarrollo de los planes. No es aceptable que digan que nadie sabía lo que hacían en Ayacucho”, dice Cano.  Nakasaki, urgido por salvar a su cliente, ha ofrecido un peritaje psiquiátrico de parte para probar la “enfermedad” del general de 83 años y también ha solicitado que los especialistas de parte entrevisten a los torturados.
Uno de ellos será el  profesor Esteban Canchari, cuya historia  no parecen dejar lugar a dudas. “La noche del 4 de junio de 1983, casi a medianoche, irrumpieron a golpes en mi casa en el pueblo joven La Libertad. Hacía mucho tiempo que vivíamos en toque de queda pero no me imaginé que vendrían por mí. Me tiraron al suelo, rebuscaron mi casa y no encontraron nada. Empezaron a patearme, a insultar a mi esposa y me enmarrocaron. Me sacaron rápidamente y me metieron al convoy. Estuve detenido siete días. Querían que les diga donde funcionaban las escuelas populares. Yo no sabía nada”, cuenta. Lo que vino después probó la perversidad de los métodos que implantó, directamente, el jefe operativo de la zona de emergencia, general Clemente Noel Moral. “Me pusieron cadenas en las extremidades y me elevaron, luego me siguieron golpeando. Para que no se oyeran los gritos, ponían la música a todo volumen. Me tiraban al suelo, caminaban sobre mi espalda, me metieron de cabeza a un cilindro con agua. Me han hecho mucho daño. Me rompieron la nariz, me dejaron ensangrentado. Hasta ahora no puedo escuchar bien”, agrega el hombre que, a pesar del tiempo transcurrido, parece todavía asustado.  Y lo peor es que su pesadilla no terminó con su liberación. Su hijo Gregorio también fue detenido y permanece hasta hoy desaparecido. “Tenía 19 años y se lo llevaron del colegio Libertadores el 12 de marzo de 1984.  Desde esa fecha no lo volví a ver”, dice.  Al comienzo le  dijeron que su hijo había sido llevado a la Comisaría y luego a la Unidad de Inteligencia, conocida como Casa rosada. Luego toda pista se borra. También es un misterio la suerte que corrieron  Jaime Gamarra Gutiérrez y Rómulo Cueto Huamancusi, dos jóvenes cuyos padres también están presentes en la misa que se realizó en La Hoyada, el campo de entrenamiento del cuartel huamanguino donde en 2005 se hallaron fosas y se recuperaron los restos de 109 personas. Un lugar que ahora los familiares pretenden convertir en un santuario y así evitar que algunas asociaciones de militares, interesadas en borrar el pasado, inicien la construcción de viviendas.
El inicio de la pesadilla

Angélica Mendoza, la lucha de una madre.
Todo empezó en diciembre de 1982, cuando el presidente Fernando Belaúnde Terry autorizó el ingreso de las Fuerzas Armadas a Ayacucho, un territorio en estado de emergencia y gravemente amenazado por el avance subversivo. Con Briceño en la Comandancia General, se nombró como jefe político militar de la zona al general Clemente Noel  Moral, el abanderado de la política de la tierra arrasada, que planificó y ejecutó una estrategia premeditadamente violatoria de los derechos humanos. Fue durante su gestión que se produjeron las desapariciones de cientos de hombres y mujeres. La Comisión de la Verdad documentó más de 130 casos, pero las familias que denunciaron la desaparición de sus familiares en el cuartel Los Cabitos fueron más de 500. Según Gloria  Cano, los casos exceden el millar y, en todo caso un cálculo exacto jamás podrá hacerse. Es que entre 1983 y 1985 no solo se asesinó  y depositó cuerpos en fosas, también se incineró a un número indeterminado de personas justamente para acabar con las evidencias del delito. Fue Wilfredo Mori Orzo, nombrado jefe político militar en 1985 quien mandó a construir un horno en Los Cabitos. “Dijeron que era para panes, pero allí quemaban a la gente”, dice Angélica Mendoza, que desde la muerte de su hijo no ha parado de buscar justicia. Por eso formó la Asociación Nacional de familiares de secuestrados, detenidos y desaparecidos del Perú. “No tuve miedo ni de las amenazas ni de las balas. He buscado entre cadáveres en Infiernillo y Lagunilla, he recogido cabezas, pero a mi hijo nunca lo encontré. Al abogado que me ayudo lo amenazaron y se fue. Si alguien me ayudaba lo mataban. La prensa tenía miedo e informaba a medias y ni la Iglesia nos ayudó. Así era en esos años. Coordinábamos todo a escondidas. Me duelen las cosas que he visto y eso no se puede olvidar. Por eso mientras viva voy a seguir buscando aunque nadie más me ayude”, dice. Es que Angélica recuerda con especial decepción las promesas incumplidas de un ex presidente. “Cuando Alan era candidato vino y pidió reunirse conmigo. Me prometíó castigo para los culpables e indemnización para nosotros. Pero no cumplió porque es completamente mentiroso ese señor. Yo se lo dije en su cara, que no le creía”, confiesa. 
Debido a las numerosas evidencias y testimonios recopilados, Los Cabitos fue uno de los casos que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) recomendó judicializar, incluyendo en el proceso a Briceño,  uno de los siete altos mandos militares encausados por la justicia peruana. Según la CVR, el Cuartel Los Cabitos fue el principal centro de reclusión, tortura, desaparición y ejecución extrajudicial entre 1983 y 1985.  En 2005, luego del hallazgo de las fosas, el horno, algunas prendas de vestir carbonizadas y otros elementos probatorios, se concretó la denuncia fiscal. Ahora, tras  28 años de los hechos, y a más de cinco años del inicio de la investigación, el juicio oral se inició el pasado  26 de mayo.
Más allá de los alegatos de la defensa, la fiscalía ha pedido para Briceño  y los otros inculpados (Julio Coronel Carbajal D’Angelo, Carlos Millones D’Estefano, Roberto Saldaña Vasquez, Edgar Paz Avendaño, Humberto Orbegozo y Arturo Moreno Alcantara) una condena de 25 años. Los cargos son contundentes: se ha determinado en la denuncia penal que en 1983 existió una política de estado para la lucha contrasubversiva que contemplaba la detención masiva y arbitraria, la reclusión en una instalación militar, la practica de actos de tortura con el objeto de arrancarles autoinculpación o declaraciones, lesiones intencionales e indiscriscriminadas, la liberación selectiva, y condicionada y, en la mayoría de casos,  la ejecución extrajudicial. “Era una estrategia diseñada por el alto mando. Al general Clemente Noel, jefe político militar de la zona en ese año, se le dio carta abierta para aplicar todo tipo de operativos y capturas. Quisieron  hablar de casos aislados, pero lo cierto es que las detenciones  eran de conocimiento  público y tan masivas como notorias. Y sin embargo, el comando de las FFAA y su jefe, Briceño,  conociendo la situación,  no hicieron nada para impedirlo ni sancionarlo”, dice Cano.
Y mientras el proceso avanza lento, porque los juicios se realizan solamente por unas horas, una vez por semana o cada 10 o 12 días, las familias van extinguiéndose antes que sus esperanzas de justicia. Varias madres de los desaparecidos han muerto sin llegar a la verdad  debido a su avanzada edad. Otras esperan que antes que la muerte las alcance puedan recibir una respuesta o por lo menos una reparación justa. “Estoy enferma y sola. Necesito saber de mi hijo y también necesito la reparación”, me dice Isabel Huamancusi con su hablar entre el castellano y el quechua. “A mi madre le dieron cinco mil soles por mi hermano. Pero por mi papá, nada”, me cuenta Maruja sobre la reparación que recibió de parte del Estado. A todas, sin embargo, lo que más les preocupa es saber qué pasó y dónde quedaron los restos de sus familiares.
 “Alguna vez una persona nos preguntó si era posible reconciliarse. Sí podemos hacerlo si nos dicen dónde están nuestros parientes. Si el perpetrador viene hoy y nos dice dónde está mi hermano, yo le perdono todo lo que ha hecho. Solo queremos encontrar a nuestros seres queridos”, me dice Ana María Ascarza. “Uno tiene sentimientos encontrados: miedo de encontrar los restos y comprobar esa atrocidad, pero también necesidad de saber”, agrega.
- ¿Crees que alcanzarán alguna vez algo de justicia, algunas respuestas?- le pregunto a Ana María.
“Sinceramente, lo veo muy lejano. Los generales de esa época, algunos están muertos. Han desaparecido documentos, huellas. Hay indicios y hace tiempo deberíamos haber logrado algo, pero aún no sabemos nada”, me dice con desgano y convencida de que un ser querido desaparecido es un ausente que jamás termina de irse y  al que nunca se le termina de llorar.


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario