Aunque sea el mismo rostro de mirada inquietante Fátima Buntinx no se parece mucho a Cayetana de los Heros, su personaje en la película Las Malas Intenciones. A la pequeña actriz no la atormentan la soledad ni sus conflictos familiares. Tampoco transmite la sutil malicia que caracteriza a la niña de la pantalla. En su casa de Chaclacayo quien aparece es una niña inquieta y conversadora, ingenua y curiosa.
Hija de artistas y con un talento que parece fluir sin el menor esfuerzo, lo que más impresiona es su capacidad de cambiar los gestos de un momento a otro. ¿Quieres que haga el ojo de pulpo?”, me pregunta refiriéndose a una de las miradas claves de la película. “Es la que hago cuando me subo al carro y conozco a la nueva enamorada de mi papá”, me dice. Entonces se queda en silencio, desvía la mirada y de pronto ahí están esos ojos inyectados con una mezcla de rabia y maldad. Es capaz de repetir la escena varias veces, pero luego reconoce que eso la cansa.
“No es de sonreír mucho”, me dice Zélida, la joven que cuida y acompaña a los hijos de la familia Buntinx Torres desde hace seis años. Hace poco abandonó un casting porque querían hacerla reír a la fuerza. “Se me hace más fácil llorar”, me confirma Fátima. Pero no parece ser una niña triste. Esboza gestos animados cuando habla de sus mascotas, de sus amigas en el colegio. “Me gusta preparar galletas, postres. Lo hago cuando vienen mis amigas. También me gustan los animales. Tengo tres perros, tres loros, dos peces, una tortuga y un pollo. ¿Sabías que los animales cuando son muy bebitos se pueden morir de frío?”, pregunta.
Dice su padre Gustavo Buntinx, historiador y crítico de arte, que no estaba muy seguro de dejar que su hija actuara. Fátima tenía tan solo ocho años cuando empezó a filmar. Pero la historia y la calidad del guión lo convencieron. Y a la niña la idea la entusiasmó. “Quería saber cómo se sentía. Y sí, me gustó”, dice. Su parecido físico con el perfil del personaje de Cayetana le ayudó a conseguir su oportunidad. “Cuando fui a la prueba no sabía para qué película era. Al final, me eligieron y era la menor entre las que estaban compitiendo por el papel”, cuenta orgullosa.
Para lograr un lugar en la cinta en la que impresiona con su actuación la hicieron interpretar algunas escenas, como en la que le canta a su tía Jimena, pero teniendo enfrente a muñecos de peluche. Las grabaciones fueron algo más complicado. “Al comienzo me sentía muy cansada, pero no me arrepentí de haber aceptado. Sí haría otra película, pero no una telenovela. No me gustan, allí todo es muy exagerado”, dice. Con la frescura de sus 10 años dice que la producción de la película premiaba cada escena cargada de emociones y llanto con una reparadora dosis de helado. “El helado es mi pasión”, dice. Esta vez sonríe sin malicia.
No hay atisbo de Cayetana en ella, ni rastro de los conflictos familiares que colocan a ésta en el umbral del abandono. Acurrucada en brazos de su madre, Susana Torres, artista plástica que participó como directora de arte en la película, Fátima luce serena y se aleja de la imagen de su torturado personaje. Su madre se encarga de minimizarle los sinsabores. Como el de hace unos días, cuando no le dejaron entrar a una sala de cine a ver su propia actuación. “No me molesté. Me dio risa más bien. Mi mamá me llevó a pasear. Todo porque en el cine dijeron que no podía entrar porque yo era muy chica y la película era muy violenta. Eso no es cierto. Hay unas donde hay sangre y muertos, pero en la mía no. Esta es una película buena. Es raro porque en Alemania la vieron muchos niños”, dice recordando el viaje que hizo al Festival de Berlín en febrero de este año.
Habla de la película con seriedad profesional, aunque no parece entender del todo la profundidad de su personaje. “La escena que más me gustó es la del cuy. Cuando se supone que lo dejo libre para que escape pero se regresa”, dice. De los héroes nacionales que pueblan las fantasías de Cayetana, Fátima tampoco sabe mucho. “No me enseñaron eso en el colegio. Recién estoy en cuarto grado. Para filmar me dieron unos resúmenes y los aprendí de memoria. Hasta ahora me acuerdo del de Túpac Amaru”, dice y empieza a recitarlo. Lo que más le costó fue hacer la escena en la que tuvo que decir que odia a su mamá. Con su padre tampoco vive los conflictos que padece Cayetana. “Mi papá en la noche me cuenta cuentos. Ahora estamos leyendo El Principito, pero aún no lo terminamos”, dice.
En la libertad de su casa en Chaclacayo corre, patina y bromea con sus empleadas. Su habitación está plagada de peluches, fotos familiares, un enorme retrato suyo y una cama adicional donde duerme una de las amas que la cuida. A diferencia de su personaje, que vive preocupado por no volverse invisible, Fátima centra la atención en su casa y cuida a su hermano pequeño. “Yo era la más cuidada porque era la más chiquita, luego vino Santiago y me puse medio celosita, pero tampoco quería taparle la nariz ni nada de eso. Yo ya tenía un pequeño plan. Intentar quedarme más tiempo que el, ese era su castigo. Pero al final, cuando creció, fue divertido”, dice. Ahora lo escucha con paciencia y lo mira con dulzura. “Ella adora a su hermanito, son muy compañeros”, dice su mamá.
Cuando le pregunto por las escenas más perturbadoras de la película, ella parece no tenerlas registradas con esa carga emocional. “Cuando hicimos la escena con el bebito, yo no le estaba tapando la nariz de verdad, me dijeron que lo hiciera con cuidado y ya. Igual cuando hicimos la escena en la que yo lloro porque se murió Isaac, el chofer, fue la última de la película y cuando terminamos dije: ya listo, ¿vamos a comer?, cuenta. Tampoco le impresionó la escena de los perros colgados. “Cuando vi esa escena no estaba tan preocupada porque sabía que estaban vivos. Yo pregunté y me dijeron que les pusieron unos hilos invisibles y había veterinarios cerca. Ningún animal murió para hacer la película, ni el pajarito, que era uno disecado”.
Dice que lee todo lo que cae a sus manos, no le gusta hablar de sus notas en el colegio y aún cree en Papa Noel. “Muchos dicen que no existe y que son los padres los que regalan, pero yo sí creo. El año pasado hubo un apagón y yo estaba con mi familia y arriba sonó un golpe y, luego de unos minutos, sonó el timbre y allí afuera estaba la bicicleta que yo había pedido”, recuerda.
Con la misma calma con la que acepta flashes, preguntas y autógrafos, responde que no ha pensado en lo que va a hacer después. “Se me hace un lío. A veces creo que quiero ser cocinera, otras patinadora o actriz. También pienso que algún día dije voy a tener cuatro trabajos. Pero mi mamá me dijo si me despiden de todos no tendré cómo mantenerme. Todavía sigo pensando”, dice. Entonces, abandona la conversación, pregunta si ya es hora de ir a ver al pollo que tiene por mascota, se sube a la llanta que hace de columpio en su jardín y da vueltas en ella. Es una niña.